Las prepago de las FARC

Las revelaciones sobre una “compleja red” de prepagos al servicio de las bacrim recuerdan el mismo esquema con narcos, paras o esmeralderos. Y con las FARC.

En 2009, una prostituta contó que la habían contactado unos milicianos. "Me prometieron que ganaría tres millones de pesos libres y que después volvía a Medellín. Nos mandaron en avión, todo a lo full". Según la Fiscalía, no era la única joven reclutada para servirle a combatientes y comandantes farianos.

Hace un año publiqué en El Malpensante la historia de Alondra, una prepago venezolana contratada con varias colegas por las FARC para instalarse un mes en un campamento en la selva. Después del traslado en camión desde la frontera, examen de belleza y prueba VIH, atendían por turnos de 20 minutos a guerilleros en fila y de noche a un comandante; pagaba la organización. Un sistema a destajo como el del ejército japonés con las “mujeres de consuelo” coreanas, o los planes de Don Pantaleón para las visitadoras.

La decana de las guerrillas comprando sexo nunca llamó la atención de analistas obsesionados con el problema agrario e indiferentes a los apuros de la carne. En casi todas las guerras los ejércitos, incluso de fundamentalistas islámicos, han forzado o comprado servicios sexuales. La historia oficial del conflicto ha hecho lo imposible por echarle tierra al asunto. Publicaciones académicas, especialmente bajo este régimen, no han tenido reparo en distorsionar realidades con tal de mantener la buena imagen de los subversivos.

Espero no pasar por guerrerista si anoto que es un desatino ignorar aspectos de la cotidianidad de ese grupo que tendrán impacto en el posconflicto. La colosal fortuna que la revista The Economist sugiere que guardan las FARC no es la única semejanza con otras mafias. También han sido clientes habituales de la prostitución, con tres peculiaridades. Uno, menos lujos. Dos, como no pagan el grueso de los servicios sexuales sino que presionan la rotación de sus mujeres, la demanda no ha sido masiva. Tres, mientras otros capos mantienen esos devaneos en paralelo con esposa y familia, comandantes acostumbrados a campesinas adolescentes e inexpertas, sexualmente iniciadas por ellos, pueden enamorarse perdidamente de una prostituta canchera, bien maquillada y con joyas -como algunas reclutadas después del Caguán- que envía a las demás guerrilleras un mensaje de “empoderamiento” por sus dotes seductoras. La coquetería fariana no es legado de Tirofijo.

Pensar que esas vivencias, y el contacto con profesionales como Alondra, no tendrán secuelas para la reinserción femenina es un garrafal error.

Hace un tiempo presenté ante estudiantes universitarios un trabajo sobre mujeres en la guerrilla basado en una encuesta a reinsertados. Les expuse información sobre actividad sexual antes, durante y después de estar en el grupo armado; les mostré cómo, al reintegrarse a la vida civil, las dificultades laborales eran similares entre hombres y mujeres, pero bien distintas para la vida de pareja, particularmente esquiva con ellas; no les hablé de Alondras. Al preguntarles qué posibilidades laborales veían en el posconflicto para ex guerrilleras sin educación, la mayoría consideró probable que terminaran vinculadas a la prostitución. Fue difícil contradecirlos. La supuesta liberación sexual dentro de la guerrilla es vista por combatientes varones como mera diversión pasajera. Quienes no formalizan relación con una compañera de armas, buscan establecer una familia con mujeres sin enfermedades sexuales, ni abortos, preferiblemente vírgenes. Con retórica igualitaria, son tan machistas como los pandilleros centroamericanos que después de la “vida loca” sueñan con una “chavala decente” para tener hijos.

Los clientes más asiduos, generosos y apreciados por muchas prostitutas colombianas son mafiosos. En algún momento, casi todas ellas tienen hijos que, al hacerse jóvenes, necesitan palanca para encarrilarse. Los contactos con el bajo mundo les resultan beneficiosos. Sin ninguna intervención, cabe esperar que algunas guerrilleras dejen las armas para vincularse al comercio sexual, incluso coordinando “complejas redes”. En Colombia, con una población campesina bien machista, la prostitución no es simplemente una opción económica sino un mercado de parejas para mujeres no educadas, “seducidas y abandonadas”; en actividades como la minería o la coca, con alta población masculina, la demanda siempre es dinámica. Aunque las reinsertadas sólo mantuvieran relaciones amorosas esporádicas con compañeros que sigan en el monte, es probable que sus hijos terminen en organizaciones armadas, perpetuando la violencia. Para negociadores, burócratas, expertos, oenegeros y habaneros incondicionales, estas conjeturas son irrelevantes ante la prioridad absoluta de mantener incólume la figura del rebelde que ha luchado por el pueblo y lo seguirá haciendo al deponer las armas. Todo sea por la paz, voluntarista, asexuada y miope.

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