Proceso de paz: días contados

En entrevista a este diario y en su alocución dominical, el presidente Juan Manuel Santos dejó claro que el proceso con las Farc no aguanta más indefiniciones. Se agotaron tiempo y paciencia.

En una negociación el tiempo, a veces tanto o más que los términos y las condiciones, pasa a ser un juez inexorable. Lo inexorable es aquello que no se puede evitar o “que no se puede vencer con ruegos”. Ocurre con el proceso de diálogo de Colombia, que aunque está ajustado a los plazos convencionales de este tipo de acuerdos entre Estados y grupos rebeldes, hoy da la impresión a la ciudadanía de no encontrar fórmulas de solución definitivas y un cronograma estricto para poner fin al conflicto armado.

Suena trillado recordar que el presidente Juan Manuel Santos deseaba que las conversaciones se pudiesen cumplir en meses y no en años. Pero los imponderables de la dialéctica y de la política en una negociación sobre realidades tan complejas, para resolver una confrontación de más de 50 años, inevitablemente han estirado al máximo los resortes de la comprensión y de la espera.

Así lo entendió el Gobierno y lo aceptó en las declaraciones del presidente del pasado fin de semana, en entrevista a este diario y en alocución televisada: “ya se nos acabó el tiempo y se nos acabó la paciencia, es la hora de las definiciones” (…) “Y en cuatro meses, a partir de ahora, dependiendo de si las Farc cumplen, tomaré la decisión de si seguimos con el proceso o no”.

Habría que completar la última frase de Santos Calderón diciendo que no solo se trata de que él siga o no. Sencillamente, si las Farc no cumplen su promesa de tregua unilateral, y si no se desamarra el nudo en cuanto a la justicia que debe haber para reparar y satisfacer a las víctimas respecto de que no haya impunidad, la negociación tropezará con “un país inexorable”: un país que no estará dispuesto a dar más tiempo ni a rogar más que las Farc cesen su violencia estéril.

No es despreciable que por primera vez se hubiesen acordado tres de los puntos de una agenda de cinco, con una guerrilla que en procesos anteriores fue capaz de desgastar a los gobiernos de turno, capaz de reinventarse para la guerra y, al final, capaz de patear la mesa de diálogo con actos terroristas (verbigracia, secuestrar aviones y personalidades) y con actos bárbaros (masacrar civiles indefensos). No se justifican más laxitud y concesiones.

Las palabras del fin de semana comprometen como pocas veces a las partes: al Gobierno, porque ya se sabe que el 12 de noviembre, basado en el cumplimiento de las Farc, decidirá si se levanta de la mesa o si tiene sentido entrar en la etapa crucial para el desarme de esa guerrilla. Y a las Farc, porque esta vez, más que las verificaciones internacionales, tendrá valor esencial la constatación ciudadana de que sí tienen voluntad de cesar el conflicto contra el Estado colombiano y las comunidades, cansadas del terror.

El presidente habla de estudiar e implementar una tregua bilateral, a partir de la reducción de hostilidades por parte de las Farc, y por supuesto tras acordar el tema de víctimas y justicia. En esa dirección serán definitivos estos cuatro meses y las señales de paz de las Farc.

Si es cierto, como se anunció, que las partes acordaron en La Habana “acelerar” la negociación, entonces el país espera que ello se traduzca pronto en documentos y hechos que den fe de que el “acuerdo para el fin del conflicto” entró en su recta final y que no habrá nuevas dilaciones ni marchas atrás.

Está en el presidente Santos no rebasar las líneas rojas que dijo haber trazado desde el inicio del proceso, para “no hacer una paz inconveniente”. Una paz impopular, porque apenas puede ser entendida en el imaginario de los buenos deseos.

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