Precisiones e inquietudes sobre un debate (II) POR QUÉ EN COLOMBIA EXISTE UNA AMENAZA TERRORISTA

En el artículo anterior demostramos que la violencia protagonizada por grupos ilegales en Colombia no cumple los requisitos básicos de los Convenios de Ginebra para que se defina como un conflicto armado interno (CAI).

¿Entonces qué es lo que tenemos? ¿O cómo calificar lo que ha sucedido en las naciones europeas que hemos mencionado como España, Gran Bretaña o Rusia? Este es un tema complejo, pues apenas empieza a desbrozarse en la doctrina y el andamiaje del derecho internacional. Por tanto las consideraciones que expongo en seguida son apenas un intento de aprehender algunos de esos avances, con mayor razón por ser quien esto escribe un lego en la materia.

El experto constitucionalista Jesús Vallejo Mejía (“Sobre el conflicto armado interno”, jesúsvallejo.blogspot.com, mayo 14 de 2011) ha señalado que los Convenios de Ginebra adolecen de un vacío evidente. Sólo reconocen como conflictos armados no internacionales (que es la denominación técnica de un CAI) a los que cumplen los requisitos mencionados en el Protocolo II de 1977. El mismo instrumento excluye los actos aislados y esporádicos de violencia, así sean contra el régimen institucional, situaciones de “tensiones internas”, “disturbios interiores” como los motines.

Existen modalidades distintas, que no encuadran en estas dos categorías y que, por ende, no están cubiertas ni pueden encajarse en los Convenios de Ginebra. Modernos tratadistas explican que confrontaciones de grupos armados que se prolongan por mucho tiempo, pero sin control territorial, v. gr. las que protagonizan ETA en España, o el IRA en Gran Bretaña, o las FARC y el ELN en Colombia, escapan a las definiciones de Ginebra, ya que no son ni motines pasajeros ni guerras civiles o CAI propiamente dichos. Es en ese punto exactamente, a nuestro juicio, donde es aplicable la figura de “amenaza terrorista”, que examinaremos en seguida.

Es un hecho que cuando se negociaron los convenios y protocolos ginebrinos no existía, con las dimensiones y modalidades que ha adquirido en las últimas décadas, el fenómeno del terrorismo. No solo como expresión autónoma digamos, esto es de organizaciones nacidas específicamente como terroristas; si no también por la transformación de agrupaciones que surgieron hace tiempo con la pretensión de convertirse en “fuerzas armadas disidentes” con control territorial y aspiración a la conquista del poder, pero que ante la imposibilidad de lograrlo devinieron en grupos netamente terroristas, como el caso de los colombianos. Que en buena medida gozan de mando unificado y estructura jerárquica y que prolongan sus actividades armadas por períodos de tiempo relativamente largos, pero que en manera alguna ejercen dominio territorial en sus países de origen, como característica indiscutible que ya examinamos, ni adelantan una lucha dentro de los parámetros previstos por el derecho de gentes.

Consideremos este último factor, que adrede dejamos a un lado en el anterior artículo: el cumplimiento del DIH, como marco regulador de la confrontación armada. Ninguno de esos grupos en Colombia se atiene a las más elementales normas del moderno derecho de gentes, esto es el DIH (como tampoco los terroristas europeos).  No se trata de organizaciones que dentro de un CAI -como lo contemplan los Convenios de Ginebra- puedan cometer actos terroristas, así estén allí prohibidos. No. Se trata de organizaciones cuya naturaleza es terrorista, y su actuación básica se rige por parámetros que tienen esa connotación y riñen en absoluto con el DIH. Dicho en otras palabras: si aceptan el DIH y lo cumplen, desaparecen ipso facto.

Esta reflexión es fundamental. La actuación de las guerrillas en Colombia se sale por entero del DIH y no podría ser de otra manera. Dado que son bandas que no tienen apoyo de sectores significativos de la población, que les brinden sustento y recursos, para sostenerse tienen que apelar a cuanto procedimiento delincuencial encuentran, empezando por el terror para lograr que algún sector de la comunidad los respalde. De igual modo, dada su incapacidad logística para enfrentar a las fuerzas militares dentro de los parámetros del DIH, no tienen otra manera de operar que con métodos criminales prohibidos por el derecho de guerra. Para mencionar un solo asunto: ¿es posible pensar, por ejemplo, que estos grupos renuncien al secuestro –prohibido tajantemente por el DIH- y permitan que los supuestos “presos de guerra” que tienen puedan ser visitados por el CICR, sus familiares, etc.? Recuerdo que cuando se buscó negociar un acuerdo con el ELN en Alemania, llamado de “Puerta del Cielo”, estaba previsto que dejaran de secuestrar por un período, pero a cambio de que el Estado les otorgara recursos económicos equivalentes a los obtenidos por aquel medio, dizque para evitar su “debilitamiento estratégico”. En plata blanca: su existencia “estratégica” dependía del secuestro.

Hay una diferencia esencial entre nuestras fuerzas armadas y esas bandas al margen de la ley. Las situaciones de violaciones a los DD.HH. y al DIH en las primeras son la excepción y contravienen la política expresa de respeto a esos derechos por la institución, sufriendo el condigno castigo cuando se descubren. En las guerrillas –como era también en el caso de los paramilitares- esos comportamientos no son la excepción sino la regla, son de su esencia y están ligadas inexorablemente a las posibilidades de mantener su existencia. No es posible concebir –y pienso que no es factible que puedan existir así- las guerrillas sin secuestro, extorsión, narcotráfico, desaparición forzada, ataque a la infraestructura civil (torres eléctricas, oleoductos, puentes, etc.), uso de armas prohibidas, tortura, reclutamiento de menores, amedrentamiento y ataques a la población, etc., etc. La actividad terrorista es consubstancial a su existencia. Pensar otra cosa es absolutamente iluso, irreal, engañoso.

Como ya dijimos esa categoría de “amenaza terrorista” no está incorporada a los Convenios de Ginebra. No quiere ello decir que no haya habido un desarrollo doctrinario y legislativo muy importante en los últimos años, para hacerle frente. Desde la Resolución 1373 de 2001 hasta la Estrategia Global de lucha contra el terrorismo, aprobada en 2006, las Naciones Unidas han adoptado una política de recio combate a esta funesta expresión criminal que amenaza la seguridad internacional. La Decisión Marco del Consejo Europeo sobre lucha contra el terrorismo, adoptada el 13 de junio de 2002 es una de las más avanzadas y completas en este particular. Estados Unidos ha hecho lo propio. Unos y otros han avanzado sustancialmente en la definición del terrorismo y de las organizaciones terroristas, en la adopción de herramientas de lucha contra este flagelo, y establecido listas de personas y grupos catalogados como tales, que son objetos de persecución y medidas punitivas drásticas.

En virtud de esa nueva normatividad las FARC, el ELN y las AUC de Colombia (al igual que ETA e IRA) han sido catalogadas como organizaciones terroristas por un número significativo de países. Por ejemplo, no menos de 34 Estados han declarado organización terrorista a las FARC (Chile, Perú, Canadá, Nueva Zelanda, Estados Unidos, Unión Europea). Creemos, en ese orden de ideas, que es un contrasentido decirle ahora a la comunidad internacional -que así lo ha declarado- que nuestras guerrillas no son organizaciones terroristas, sino partes de un CAI que a veces cometen actos terroristas.

En tal sentido estimamos contradictorias las declaraciones del presidente Santos al respecto, lanzadas el pasado 10 de mayo. Dijo: “Eso [reconocer existencia del CAI] de ninguna manera, de ninguna manera, significa que los terroristas dejen de ser terroristas o dejemos de llamarlos terroristas, porque son terroristas, porque cometen actos de terrorismo.” No es idéntica la calificación de “parte” de un CAI (que eventualmente puede cometer actos de terrorismo), a ser una organización de naturaleza terrorista. En la segunda eventualidad, esa organización no puede ser sujeto de los acuerdos de Ginebra, ni considerada “parte” de un CAI, sino cubierta por la normatividad de lucha contra el terrorismo. Por las mismas razones, a nuestro juicio, es absurdo estampar en una misma norma las dos categorías, como acaba de hacerse en la ley de víctimas, para tratar de salvar las severas críticas del ex presidente Uribe a la voltereta gubernamental.

Un repaso somero de las más destacadas disposiciones de la ONU y la UE en los últimos años sobre la materia nos permite afirmar que son absolutamente opuestas las dos categorías en el moderno derecho internacional: la de ser parte de un CAI (que eventualmente puede cometer actos de terrorismo, incluidos los Estados mismos) y la de ser una organización terrorista. No son compatibles. No son equiparables. No he encontrado ninguna norma que permita que una agrupación terrorista pueda ser a la vez contemplada como parte de un conflicto armado no internacional, cubierta por los Convenios de Ginebra.

La Decisión Marco del Consejo Europeo de 2002, mencionada atrás, aclara de entrada que “no rige las actividades de las fuerzas armadas en período de conflicto armado, en el sentido de estos términos en el Derecho internacional humanitario”, lo que indica a su turno que las organizaciones cobijadas por la calificación de terroristas tampoco son equiparables a “parte” de un CAI. Y agrega un criterio trascendental que ha perneado la discusión en torno al asunto: lo atinente a los fines de las organizaciones terroristas. Como es sabido, la inmensa mayoría alega motivos políticos nobles para sus actuaciones atroces. La Decisión europea recuerda que desde 1977 existían disposiciones comunitarias que aclaraban que “los delitos de terrorismo no pueden considerarse delitos políticos, ni delitos relacionados con los delitos políticos, ni delitos inspirados por motivos políticos.”

La moderna doctrina política y jurídica, sobre todo europea, ha modificado los viejos parámetros sobre el llamado delito político, alumbrado nuevos derroteros para los países. Como lo observa certeramente Fernando Savater, el viraje sustancial consiste en considerar que atentar por medio de la violencia contra un régimen democrático no es ya un atenuante o un “eximente” penal, sino un agravante. De allí que se niegue carácter político a esa violencia y se llame a  castigarla con severidad.

Pero, ¿significa entonces que si no se declara la existencia de un CAI los civiles quedan desprotegidos, pues no se aplicaría el DIH? En absoluto. Nuestras fuerzas armadas no solo cumplen estrictamente el DIH –y nuestra institucionalidad permite castigar a quienes lo violen-, sino también el derecho de los DDHH, que es el que rige nuestra normatividad penal y que, en ese particular es más estricto que el primero. Empezando porque todas las actividades criminales de los grupos al margen de la ley son penalizadas y no simplemente las que se salgan de los límites del DIH. Incluyendo los ataques a las fuerzas armadas legítimas, que en el caso de un CAI son permitidas. Y, para completar, Colombia es parte integrante del Estatuto de Roma que creó la Corte Penal Internacional, y que contempla estipulaciones novedosas y amplias sobre genocidio, crímenes de guerra y de lesa humanidad.

Y un interrogante aledaño: ¿solo si se declara la existencia de un CAI se puede aplicar el DIH? ¿Hay una relación biunívoca entre ambos conceptos? Así parece desprenderse de la declaración insólita del presidente Juan Manuel Santos, quien en rueda de prensa, luego de reunión con bancada de la U el pasado 10 de mayo expresó que “nuestras Fuerzas Armadas están operando bajo el paraguas del Derecho Internacional Humanitario” lo “que supone la presencia de un conflicto armado interno”. Absolutamente falso. La misma Corte Constitucional en el fallo en que declaró exequible la ley del Congreso que aprobó el Protocolo II de 1977 (según lo cita José Obdulio Gaviria en su libro Sofismas del terrorismo en Colombia, pp. 61-62) expresó:

“Las exigencias del artículo 1º. [del Protocolo] podrían dar lugar a largas disquisiciones jurídicas y empíricas destinadas a establecer si es aplicable o no en el caso colombiano. La Corte considera que […] frente al derecho constitucional colombiano, tal discusión no es necesaria [porque]  la Constitución colombiana establece claramente que en todo caso se respetarán las reglas del Derecho Internacional Humanitario. El Protocolo II […] se aplica en Colombia en todo caso, sin que sea necesario estudiar si el enfrentamiento alcanza los niveles de intensidad exigidos por el artículo 1º. estudiado.” (Negrillas mías)

En Colombia las fuerzas armadas están obligadas por la Constitución a aplicar las reglas del DIH independientemente de “los niveles de intensidad” establecidos por el artículo 1º. del Protocolo II de 1977, que hemos citado textualmente en el artículo anterior. La prueba contundente es lo que ha sucedido en los últimos años bajo la política de Seguridad Democrática, que niega la existencia de un CAI en el país. En lugar de haber significado desprotección de los civiles, ha propiciado un gran salto adelante en el resguardo de sus vidas y patrimonios. De la misma manera el país ha visto cómo las fuerzas armadas respetan los DDHH y el DIH, cada día con mayor vigor, y castiga a los infractores dentro de sus filas.

¿Y no pueden adelantar las fuerzas militares sus operaciones contra organizaciones al margen de la ley si no se declara la existencia del CAI? En un interesante debate sobre la materia con Fernando Londoño (defensor de la necesidad de reconocer el CAI) el presidente Uribe se refería hace unos días a este punto con varias observaciones pertinentes y fundamentales. Explicaba el caso de México, que está utilizando las fuerzas militares para combatir los narcotraficantes. ¿Tendría México que declarar la existencia de un CAI para que sus fuerzas militares combatieran a las mafias, o dejarle esa tarea solamente a la policía? En el primer evento, les otorgaría a los mafiosos el carácter de “actores del conflicto” o partes del mismo. Y por reflejo, ha preguntado sobre el caso colombiano: ¿solo si se acepta el CAI pueden las fuerzas militares atacar a los grupos narcoterroristas? Y en consecuencia: ¿no podrán las fuerzas militares adelantar operaciones contra las Bacrim, pues no son “actores” del CAI, y esa misión corresponderá exclusivamente a la policía? Peligrosas y absurdas derivaciones.

Los militares tienen la potestad legal y constitucional de combatir esos grupos violentos que ponen en peligro la estabilidad institucional. Como lo ordena la Carta política, y lo ha recordado Jesús Vallejo Mejía, las fuerzas militares están instituidas, como lo dicta el artículo 217, no solo para “la  defensa  de la soberanía, la independencia,  la  integridad del territorio nacional” sino también “del orden constitucional.” El mismo que se encuentra amenazado por poderosas organizaciones criminales internas, de naturaleza terrorista. Finalmente una inquietud de remate: ¿para qué la ley de víctimas aprobada ayer hizo explícita la posibilidad de combatir a los grupos narcoterroristas por las fuerzas militares, si precisamente la declaratoria del CAI dizque tenía ese fin? ¿No hubiera sido mejor hacer explícita esa facultad por ley -congruente con la disposición del artículo 217 de la Constitución- sin tener que aceptar la existencia del CAI? No solo lo permite la Carta, sino que lo autorizan y recomiendan las resoluciones de Naciones Unidas sobre lucha contra el terrorismo. Habría significado un avance normativo, en lugar del galimatías que quedó consagrado, que es más bien un vergonzoso retroceso.

Libardo Botero C.
Blog Debate Nacional
Mayo 25 de 2011
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