Ni adhesiones ni condenas ciegas

Aplaudir los aciertos, pero señalar también las rutas equivocadas de un gobierno es lo que espera el país de la opinión pública.

La polarización entre dos mandatarios y sus seguidores es un viejo rasgo de la política colombiana. Recuerdo en tiempos de mi padre la que se produjo entre santistas y lopistas. Hoy la vemos entre santistas y uribistas. Ciega adhesión al uno y ciega condena al otro contaminan el ámbito político.

Injustas, desde luego, son las condenas a Uribe. Sus adversarios de hoy olvidan el país desamparado que él encontró al llegar al poder y el país más seguro que nos dejó. Olvidan también que además de la seguridad democrática impuso la confianza inversionista con positivos efectos sociales. Acusan de corrupción o parapolítica a amigos suyos, sin advertir que han sido víctimas de atropellos judiciales.

Si uno procede como periodista con alguna independencia, no omite al lado de entusiastas reconocimientos algunas fallas de su gobierno. Por ejemplo, en su segundo mandato, los manejos de estirpe clientelista de quienes buscaban asegurar una segunda reelección suya. O el error, por él hoy reconocido, de suspender el fuero militar para evitar reparos en Washington al TLC. Su fuerte liderazgo dejó fuera de juego a muy buenos ministros y desató la hostilidad de una Corte Suprema de Justicia que esperaba contar con su apoyo para dejar sus fallos libres de tutelas. Un mérito, el de anteponer principios a las conveniencias, lo dejó muy aislado en el contexto continental.

Con la misma objetividad en el análisis de méritos y fallas debería verse el actual gobierno. Uribistas a ultranza ven a Santos como un traidor por haberse distanciado de Uribe cuando a él le debía su victoria en las urnas. Yo no lo entiendo así. Todo nuevo presidente es libre de imponer, de acuerdo con su carácter y sus cálculos, un estilo propio de gobierno. Santos, hábil en el manejo de imagen, prefiere los acuerdos a las rupturas. Estos rasgos no le impidieron guardar bajo su ala los tres huevitos dejados por Uribe. Mantuvo e incrementó la confianza inversionista y los índices de crecimiento del PIB, y las proyecciones sociales de este auge económico.
Puso en marcha programas de alcance social, como la ley de tierras, la ley de víctimas o las cien mil viviendas gratis para los más pobres, sin que todavía podamos saber del todo cuáles serán las implicaciones futuras de estas iniciativas.

Deben reconocérsele a Santos vistosos éxitos en el manejo de las relaciones internacionales. Logró la aprobación del TLC y le confirió a Colombia un papel de árbitro continental. Al tenderle la mano a Chávez cuando estábamos al borde de una guerra, consiguió poner de nuevo en marcha el comercio con el país vecino y cerrar los campamentos de las Farc que allí estaban instalados. No obstante, la guerrilla en las zonas fronterizas sigue gozando del apoyo de autoridades civiles y militares venezolanas.
De su lado, la oposición que lucha por el restablecimiento de la democracia en Venezuela mira con malos ojos a Santos y con muy buenos a Uribe.

¿Fallas que inquietan? Una: la reaparición de la inseguridad. Ello se debe a un fenómeno que se suele pasar por alto. Pese a los duros golpes que ha recibido, la guerrilla no está debilitada. Sus mejores armas las juega en el campo político, judicial, sindical, universitario y en gobiernos de apartadas regiones. Infiltraciones bien calculadas en el Poder Judicial le han permitido conseguir numerosas y arbitrarias detenciones de militares, hecho que induce hoy al Ejército a eludir combates y acciones de control.
Para colmo suyo, mientras se olvida el fuero militar, se propone un 'Marco legal para la paz' que rebaja penas a los terroristas.

Aplaudir los aciertos pero señalar también las rutas equivocadas de un gobierno es lo que espera el país de la opinión pública. Si no es así, nos vamos a quedar asistiendo a un perjudicial concierto de trinos entre clanes enemigos.

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