Tortuosos caminos de la “paz negociada”

¿Existen condiciones para la paz en Colombia? Este es un tema complejo que viene debatiéndose al calor de las propuestas gubernamentales en curso.

 

Desde un punto de vista ortodoxo uno pensaría que no. Si bien bajo la Seguridad Democrática se demostró que la guerrilla es derrotable militarmente –lo que antes se ponía en duda- y se la ha debilitado enormemente, persiste en su actuar violento, sin pausa. Bien por su obcecación ideológica, bien por el indisoluble entronque con el narcotráfico, bien porque guarde esperanzas de que un gobierno de ocho años dubitativo y con ansias de paz puede permitirles otro aire, bien porque confíe en apoyos vecinos que le ofrecen resguardo estratégico, bien por otras razones, pero esa es la realidad. No existe la menor manifestación de su intención de negociar el desarme en virtud de la imposibilidad de su triunfo militar. Las consuetudinarias manifestaciones de disposición al diálogo se acompañan de las mismas exigencias inverosímiles de siempre, que más parecen el ultimátum de un vencedor que la impetración de un derrotado.

 

La discusión entonces reside en si es más conveniente y sana una política de concesiones dirigidas a ambientar negociaciones de paz en esas circunstancias, o si lo indicado es proseguir sin pausa la persecución militar de los terroristas hasta conseguir doblegarlos y que se sometan a las reglas del Estado de derecho.

 

El gobierno de Santos ha optado por la primera vía. Con concesiones de calado, sin que todavía exista negociación alguna, ni indicios de que las guerrillas estén interesadas de verdad en ello. Seguramente está convencido de que una estrategia de apaciguamiento –con ofertas atractivas para los violentos- consiga doblegar su disposición de proseguir en combate, no solo porque se lo dicten sus convicciones y así lo sostengan sus asesores de cabecera, sino porque probablemente la misma guerrilla se lo haya dado a entender bajo cuerda, hábilmente, y el gobierno se lo haya creído, o por una combinación de ambos factores.

 

En su discurso en el Teatro Patria ante los altos mandos militares, en desarrollo de la Cátedra Colombia, el pasado 23 de mayo, el presidente Santos dio por sentado que la cosa va, por las buenas o por las malas. Aseveró ese día que su política social, que calificó de “integral”, con la ley de víctimas a la cabeza, ha dejado a la guerrilla “sin espacio”. “Y eso la está llevando a reflexionar”. Recordó que “les he dicho en mis discursos desde cuando asumí la Presidencia: la puerta está abierta para que se unan a este esfuerzo de construcción de país…”. Pero luego, para complacer a los militares, ante quienes disertaba, agregó que “si hoy la guerrilla habla de paz y pide diálogos no es por iniciativa propia sino porque ustedes, las Fuerzas Armadas de Colombia, les demuestran día a día que por el camino de las armas jamás obtendrán su cometido”.

 

En todo caso, el convencimiento oficial en la viabilidad de un acuerdo de paz es muy fuerte. Santos no ha dudado en mantener ese punto por encima de trompicones y resistencias. Sin renunciar a hablar de proseguir el combate firme a los terroristas, para guardarse la espalda, pero remarcando siempre que nada lo desviará del propósito central de alcanzar una paz negociada. La aprobación en sexto debate en la Cámara del “marco jurídico para la paz” el mismo día del trágico atentado contra Fernando Londoño fue prueba palmaria de que Santos se la va a jugar toda por ese propósito, corriendo los riesgos y el desgaste que sean necesarios. Su conclusión central aquel día fue que nadie logrará desviarlo de su búsqueda de la paz, y fue muy diciente que se negara a postular la autoría de las Farc mientras se empeñaba en sindicar además de la extrema izquierda a una fantasmagórica extrema derecha violenta empeñada en sabotear su misión pacificadora.

 

Pero, entonces, la pregunta que brota es la siguiente: ¿cuáles serian las condiciones de unas negociaciones de paz en el país ahora? La estrategia que viene adelantando el gobierno indica que no es simplemente un acuerdo de desmovilización y desarme de los narcoterroristas para someterse al Estado de derecho. Se dirige, claramente, a otorgar concesiones trascendentales, que no se compadecen ni con la situación en el terreno militar ni con los principios y valores democráticos que nos rigen. Con el argumento de que es preferible que los violentos entren a la política y no sigan alzados en armas, que es indispensable hacer concesiones para evitar más derramamiento de sangre, que el valor de la paz es “prevalerte” y por tal motivo hay que ceder porciones sustantivas en la justicia y otros asuntos, está abriendo troneras inconcebibles hasta hace poco.

 

La primera fue cambiar el estatus de las Farc, en términos legales, de organización terrorista a “parte” de un conflicto armado interno, al tenor de los Acuerdos de Ginebra. Pese a que la comunidad internacional (Unión Europea, Estados Unidos, entre otros) han declarado a las Farc y al Eln como terroristas, y pese a que el gobierno sigue utilizando incidentalmente esta calificación, el hecho es que ante el ordenamiento jurídico tienen ahora un estatus político, equiparable a las fuerzas legítimas del Estado. Sus ataques a las fuerzas armadas ya no son un delito, sino un derecho, mientras se atengan al DIH.

 

La segunda tronera es la que quiere abrir el proyecto de “marco jurídico para la paz”. La mampara de elevar la justicia transicional a rango constitucional se ha utilizado hábilmente para ocultar el intento de hacer un acuerdo de paz con absoluta impunidad. Quien repase el texto de la enmienda encontrará que se utilizan a conveniencia los principios de verdad, justicia y reparación, columna vertebral de la justicia transicional, y que los derechos de las víctimas quedan constreñidos a lo que resulte “posible” dentro de ese entramado de claudicaciones. La pretensión es más bien abrir la compuerta de la impunidad para la narcoguerrilla, ofreciendo indultos y amnistías disfrazados, para hacerle el quite a la misma Carta de 1991 y al Estatuto de Roma.

 

Acorralado el gobierno por las denuncias del ex presidente Álvaro Uribe y de José Miguel Vivanco de HRW, entre otros, se ha esforzado en adobar el texto original para dar a entender que se atienden las críticas, pero manteniendo el mismo contenido. Y no puede ser de otra forma. Si la reforma no permite indulto o amnistía para la guerrilla, ¿qué valor tendría en unas negociaciones de paz? ¿Se avendrán los jerarcas de la narcoguerrilla a pactar la paz sobre la base de reconocer y confesar sus delitos, ser condenados, pagar cárcel, eventualmente ser extraditados, y perder sus derechos políticos? Pese a la verborrea dirigida a enmarañar las concesiones, en el fondo el gobierno sabe que no habrá paz “negociada” si a trueque de la misma no puede ofrecer a la contraparte una gruesa dosis de impunidad. En las actuales circunstancias del país, dentro de la estrategia oficial, la impunidad es el precio inevitable de una “paz negociada”, la moneda con que pretende pagar el apaciguamiento.

 

De allí que el acto legislativo en curso, dígase lo que se diga, tendrá siempre como fondo y eje la concesión de indultos y amnistías, enmascarados como justicia transicional. De lo contrario sería una balandronada, un rimbombante esperpento sin sentido, sin efectos prácticos ni utilidad. Santos, en el mismo discurso en el Teatro Patria lo negó, como Pedro negó a Jesús la víspera de su crucifixión. “Pero eso es una falacia –aseveró-. El acto precisamente insiste en concentrar la acción penal sobre los máximos responsables, que son los cabecillas, y que no serán objeto –repito: no serán objeto– de la renuncia de la acción penal. Ni alias ‘Timochenko’ ni ninguno de los cabecillas de la guerrilla van a llegar a cargos de elección popular por causa de este acto legislativo. ¡Eso no es posible!” Roy Barreras, su escudero en el Congreso, ha venido repitiendo la misma monserga desde entonces. Pero a todas luces es un engaño.

 

No es cierto que el acto legislativo en trámite concentre la acción penal “sobre los máximos responsables, que son los cabecillas”, como indica Santos. Lo que dice es que “el Congreso de la República, por iniciativa del Gobierno Nacional, podrá mediante ley Estatutaria determinar criterios de selección que permitan centrar los esfuerzos en la investigación penal de los máximos responsables de delitos que adquieran la connotación de crímenes de lesa humanidad o crímenes de guerra; establecer los casos en los que procedería la suspensión de la ejecución de la pena; y autorizar la renuncia condicionada a la persecución judicial penal de todos los casos no seleccionados.” Eso es muy diferente. Primero, la iniciativa de proponer criterios de selección –para incluir o excluir casos-corresponde al gobierno (básicamente al Presidente). Segundo, no se habla de condena a cabecillas o jefes, sino de “centrar los esfuerzos en la investigación” “de los máximos responsables” (no los “máximos cabecillas”) de delitos “que adquieran la connotación” (¿?) de lesa humanidad o crímenes de guerra. Tercero, no se dispone que haya condenas, sino que después de la “investigación” se establecerán los casos en que procederá la suspensión de la pena (indulto) o la renuncia a la persecución penal (amnistía). ¿Habrá duda en ello? ¿Podrá la palabrería hueca ocultar la verdad?

 

Además el párrafo anterior del mismo proyecto establece que la ley estatutaria “podrá diseñar instrumentos de justicia transicional de carácter judicial o extra-judicial que permitan garantizar los deberes estatales de investigación y sanción. En cualquier caso se aplicarán mecanismos complementarios de carácter extra-judicial para el esclarecimiento de la verdad y la reparación de las víctimas, como comisiones de la verdad.” Todo queda para determinar en la ley: si las investigaciones y sanciones son “judiciales” o “extra-judiciales” (que no implican condenas penales); si el esclarecimiento de la verdad y la reparación se podrá reducir a mecanismos “extrajudiciales” al estilo de “comisiones de la verdad”. No hace mucho le escuché, en algún acto, al ex residente Uribe preguntar: ¿qué tal que semejantes cosas se hubieran propuesto en su gobierno cuando se discutió la Ley de Justicia y Paz? ¡Se nos habría venido el mundo encima!

 

En estos momentos, cuando el proyecto se encuentra a las puertas del séptimo debate, en la comisión respectiva del Senado, se le han colocado nuevos aditamentos, todos encaminados al mismo fin: preservar las concesiones a los criminales envueltas en nuevos ropajes. Uno de ellos, mencionado por Roy Barreras, es revivir el manido y desueto concepto de la “conexidad” de ciertos delitos atroces con el “delito político”. Es la justificación de la atrocidad de los crímenes por el supuesto altruismo de sus ejecutores. Los fines encomiables justificarían los medios escabrosos. Partir de que lo que se proponen los rebeldes es plausible, de suerte que los delitos que cometan en la búsqueda de sus loables pretensiones, así sean de lesa humanidad o crímenes de guerra, podrán “subsumirse” dentro del delito político, que es desafortunadamente un eximente penal dentro de nuestro ordenamiento. Y que permite a los delincuentes, pese a ser condenados, seguir disfrutando de plenos derechos políticos.

 

Y este es el último boquete que quería mencionar: el del reconocimiento político de los terroristas y las facilidades otorgadas para participar no solo en comicios como candidatos, sino ser elegidos, u ocupar cualquier tipo de cargo público.

 

Como lo ha sostenido el ex presidente Uribe desde hace años, al tenor de las modernas concepciones y normas del derecho internacional, lideradas por Europa en particular, no puede aceptarse como “político” y merecer un tratamiento benévolo en la Constitución y la ley el ataque violento contra un estado democrático. En palabras de Fernando Savater, atentar por medio de las armas contra la democracia no puede ser un eximente sino un agravante penal. Cotejar de “delito político” la arremetida terrorista de la narcoguerrilla es un desatino mayúsculo. De allí se deriva, naturalmente, su reconocimiento político.

 

Y por ende, los adalides del proyecto vienen buscando la forma de otorgarles representación y/o vocería política a las organizaciones armadas al margen de la ley. Pese a que Santos y Barreras ratifican a cada momento que alias “Timochenko” y sus colegas en la jefatura no podrán ser elegidos a cuerpos colegiados luego de pactada la paz, dudamos de tal cantinela, pues el texto del proyecto apunta en otra dirección. Además tendremos qué preguntarnos si Santos –que no es un hombre de “inamovibles”- se mantendrá firme ante una previsible exigencia de los facciosos: el derecho de sus líderes a participar plenamente en política a cambio de dejar las armas.

 

Roy Barreras viene ambientando varias alternativas. "Cualquier ciudadano colombiano, si está dentro de la democracia, puede opinar, participar, reunirse, movilizarse políticamente” ha alegado, para justificar que los reinsertados de la guerrilla hagan política. Y para que sus jefes actuales puedan adelantar todas esas actividades sin restricción. Solo faltaría levantar la prohibición de la Carta a quienes hayan sufrido condenas por delitos diferentes a los políticos para ser elegidos u ocupar cargos públicos. Para eso, precisamente, dice Barreras, en  los ajustes previstos para el séptimo debate en el Congreso “el texto que hemos incluido lo que permite es que una ley estatutaria en el futuro establezca con claridad cuáles son los delitos conexos al delito político”. Y lo acaba de ratificar en entrevista con El Tiempo, el 2 de junio, desde Washington. Empieza diciendo que “los máximos responsables de los crímenes atroces no serán elegibles”. Tajante advertencia que es borrada de inmediato cuando agrega: “Lo que permite, y es un avance, es que una ley estatutaria determine cuáles son los delitos conexos con el delito político, de manera que puedan eventualmente participar en política las personas que hayan cometido delitos conexos con el político. Solo inocentes de delitos de lesa humanidad podrían ejercer formas de participación política, incluyendo la elegibilidad.” Ahí está el esguince a la prohibición constitucional: la ley estatutaria podrá considerar delitos atroces de los cabecillas como “conexos” con el delito político, “subsumibles” en él, de suerte que podrán gozar de plenos derechos políticos en el futuro. Solo estarán excluidos de la participación en política los autores de crímenes de lesa humanidad que no hayan sido contemplados como “conexos” con la rebelión.

 

A propósito de una eventual “vocería política” de las organizaciones armadas ilegales nos asaltan varias inquietudes. Independiente de que los “voceros” sean miembros rasos de la guerrilla, mandos medios o altos, como se está debatiendo, ¿se podrá otorgar antes de que se selle un acuerdo de paz y se depongan y entreguen las armas? Sería volver a la participación política mientras se mantienen las armas en la mano. ¿Y se podrá conceder “vocería” política y los demás derechos –opinar, participar, reunirse…- si no han renunciado explícita y tajantemente a utilizar las armas para atentar contra el orden constitucional? La “no repetición” que con ahínco se busca, pasa en primer lugar por el hecho de que los violentos no reciban premios que les den a entender que sus aventuras pagan, y en segundo lugar que adquieran el compromiso público de que nunca volverán a levantar las armas contra la democracia. Que no suceda ahora que los malos resultamos ser los que defendemos las instituciones y los criminales podrán seguir reivindicando su levantamiento y sus crueles acciones. En Europa, sobre todo en Alemania, defender el nazismo es un delito, igual que negar el Holocausto. En España la “vocería” política de la banda terrorista Eta acarrea cárcel y la ilegalización de las formaciones políticas que lo intenten.

 

Encomiable la intención de que los violentos cesen sus atropellos y crímenes y se reintegren a la vida civilizada. ¿Pero ello justifica que se les otorgue impunidad y derechos políticos plenos? Y no solo eso, pues ese es apenas el primer peldaño para ambiciones de mayor calado. Como sabemos, pedirán además Constituyente con representación sustancial suya, cambio del ordenamiento institucional, reformas a tutiplén, purga de las fuerzas armadas, tajada en el poder, etc., etc. ¿Podrá ser el precio de la paz la impunidad? ¿Y podrá ser el premio al silencio de los fusiles el encumbramiento de los sediciosos al poder? ¿Conseguirán -como dijo Savater- por la entrega de las armas al Estado lo que no pudieron obtener blandiéndolas contra él?

 

Todo lo anterior, contando con que efectivamente la guerrilla esté buscando la paz sinceramente -y sus declamatorias por el diálogo no sean una estratagema para recuperar parte del terreno perdido y seguir en su brega, como ha sucedido tantas veces-. Que es lo que no parece.

 

A veces los poetas describen mejor que el resto de los mortales los intríngulis enmarañados e inextricables de la vida. Recuerdo ahora, con motivo de este farragoso asunto, una fabulilla del “Tuerto” López, magistral, que expresa seguramente mejor lo que he tratado de pergeñar en los párrafos anteriores:

 

Fabulita
 

¡Pax vobis!

Wilson

 

«¡Viva la paz, viva la paz!»…

                                 Así

trinaba alegremente un colibrí

sentimental, sencillo,

de flor en flor…

Y el pobre pajarillo

trinaba tan feliz sobre el anillo

feroz de una culebra mapaná.

Mientras que en un papayo

reía gravemente un guacamayo

bisojo y medio cínico:

                               —¡Cua cua!

 

 

* Director del Blog Debate Nacional del Centro de Pensamiento Primero Colombia (CPPC)

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