El oso de Oslo

Si por hacer el oso ha de entenderse lo que antes llamábamos hacer el ridículo, el de Oslo sobrepasa todos los límites y deja atrás todos los antecedentes. En eso terminó el afán de Santos por ganarse el premio Nobel, o por pasar a la historia, su obsesión más conocida, o por postularse como Secretario General de la ONU.

Las Farc han sido las mismas desde hace 50 años. La diferencia estriba en que nunca fue tan desueto su discurso, ni tan anacrónico, ni tan torpe. Porque ha pasado mucha agua bajo el puente y no se dieron cuenta, los corifeos de ese sistema, que el mundo cambió y que el comunismo quedó archivado en el basurero de la historia. De modo que el discurso que le compusieron a Márquez para que recitara ante toda la prensa del mundo, y el que le escribieron antes a Timochenko, y las tonterías que redactaron en el Acuerdo de La Habana, resultaron extravagantes, sartal de estupideces que nadie en su sano juicio es capaz de digerir.

El escándalo vino con el discurso de Oslo, porque nadie había leído las piezas que lo precedieron. Porque Márquez no dijo nada nuevo ni distinto de lo que ya habían dicho y repetido sus socios y compañeros de pandilla criminal. Fue que ahora lo dijo ante periodistas internacionales y ante un país atónito de escuchar tantas idioteces juntas. Las vergüenzas privadas no se soportan en público.

Ya habían dicho las Farc que esto no se hablaba en meses, sino en años.

Ya habían dicho que la charla no sería a puerta cerrada, sino ante el país entero, con la participación del mamertismo criollo y americano.

Ya habían dicho que nada tenían de qué arrepentirse, porque eran víctimas y no criminales.

Ya habían dicho que el Estado era el gran culpable de esta guerra, y que el Ejército sirvió como su brazo asesino.

Ya habían dicho que de entrega de armas ni hablar y de cárcel para alguno de ellos, ni mencionarlo.

Ya habían dicho que la libertad económica tenía la culpa de toda la pobreza del pueblo colombiano.

Ya habían dicho que las transnacionales inversionistas no pasaban de gangsters que se robaban los tesoros del pueblo colombiano.

Ya habían dicho que los grandes capitales locales eran reos de los peores delitos contra los pobres y que debían llevarse ante los pelotones de fusilamiento.

Ya habían dicho que el comercio internacional arruinaba a Colombia y que resultaba imperativo revocar todos los tratados de libre comercio.

Ya habían dicho que era menester liquidar el Ejército, para abrirle paso a las milicias del pueblo, es decir, a ellos.

Ya había dicho que la propiedad era el medio para garantizar la opresión y que era preciso acabarla de un tajo.

Ya habían dicho que la tierra debía repartirse entre sus amigos y validos.

Ya habían dicho que no tenían secuestrados, que nunca le hicieron daño a nadie, que jamás ejecutaron un acto terrorista.

Todo eso estaba escrito, perorado y repetido. Solo que a los colombianos les molesta la lectura y no habían tenido hígados para oír tantas boberías. Por eso los sorprendió el discurso de Márquez y por eso apenas ahora se sienten indignados con el gran bufón de la comedia, que es el Gobierno.

A la gente la engatusaron con el cuento de que la paz estaba a la vuelta de la esquina y que entre Enrique Santos y Sergio Jaramillo ya lo tenían todo arreglado. Y que contando con la ayuda de Fidel Castro y de Hugo Chávez, la cuestión saldría a pedir de boca.

Bajarse de esa nube y despertar de esa pesadilla para descubrir tanto engaño, tanta burla y tanta comedia, ha sido terrible para muchos. Empezando por los negociadores del Gobierno, que llenos de candor fueron a Oslo pensando en cosas tan distintas a las que los obligaron a soportar. No es fácil verse humillado ante el mundo entero, con la obligación de guardar silencio.

Ahora tendrá Santos el problema de bajarse de ese caballo sin que lo muela a patadas en el piso. Será el último consuelo de los colombianos, que ya no saben si reír o llorar. Les queda divertirse con el nuevo "reality", la encartada de Santos y sus altos consejeros.

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