CAUSAS DE LA AMPUTACIÓN

Estoy sorprendido. No creí que hubiese semejante reacción. Desde que es nación independiente, Colombia solo se ha mirado la panza. Su ombligo queda en el interior, en las cumbres andinas. Por eso perdimos Panamá y regalamos los Monjes. Excepto para pasear en Cartagena, nuestros mares no existen. Barranquilla solo confirma la regla. Así que estaba convencido de que el previsible fallo de la Corte Internacional de Justicia (CIJ) apenas despertaría alguna molestia. Pero hay indignación y dolor de patria. Quizás por fin entendimos que el futuro son nuestras costas y mares, la integración y el comercio con el mundo.

El primer y fundamental error fue haber aceptado ir a la Corte. Como no estábamos reclamando para nosotros tierras y mares ajenos, no había que obtener. Solo iríamos a defender aquello sobre lo que hemos ejercido dominio pacífico e ininterrumpido desde hace siglos. Si no teníamos nada que ganar y en cambio sí todo que perder, ¿por qué entrar en semejante juego? Por esa razón obvia y evidente debió haberse retirado a tiempo la aceptación de la competencia de la Corte y haberse denunciado el Tratado Americano de Soluciones Pacíficas, que obliga al mismo camino. Los diferentes cancilleres estuvieron advertidos. Lo pidieron Prosper Weil, un famosísimo internacionalista, y también un juez internacional colombiano, durante el gobierno del presidente Samper. Nadie quiso oírlos y ahí están las consecuencias.

Y si se sabía que la Corte tendría que tomar decisiones sobre nuestros mares, ¿por qué nunca se trabajó en serio para elegir un internacionalista colombiano entre sus jueces? Los magistrados deben fallar en derecho, pero no sobra quién explique a sus colegas la visión propia de los problemas. Peor, Colombia contribuyó a elegir jueces cuyos antecedentes permitían prever que votarían contra nuestro país. No es el único caso. En el Sistema Interamericano de Derechos Humanos hay varios.

Ese es el otro gran problema: nuestra Cancillería es débil, pobre, acomplejada, mal preparada. Y los embajadores han sido, con excepciones meritorias pero escasas, los amiguetes de golf del presidente de turno. O políticos a los que o se premia su aporte a las elecciones o se quiere neutralizar fuera del país. Para rematar, los mandatarios han confundido la simpatía con la capacidad de gestionar los derechos e intereses nacionales. Y los internacionalistas pecan por escasos. Por eso en las últimas décadas los cancilleres han sido lo que fueron, salvando alguno.

Esa ausencia de seriedad y de sentido de patria se ha reflejado en la embajada de Holanda, sede de la CIJ. Desde 1988 Nicaragua ha tenido a Carlos Argüello como único embajador. Argüello, además de curtido internacionalista, conoce los entresijos de la CIJ, es amigo de los jueces, íntimo de los funcionarios de la Secretaría. Colombia ha tenido mucho más de una docena en el mismo período. Peor, en plena etapa final del pleito con los nicas, tras la renuncia de Francisco Lloreda se dejó vacía la Embajada por muchos meses. Cuando por fin se designó embajador ni siquiera era abogado.

Hay quien dice que no era necesario porque había un equipo negociador especial. Falso, como prueba el ejemplo de Argüello. En todo caso ahí también hubo problemas, porque por muchos méritos de Julio Londoño, conocedor como ninguno de nuestras fronteras, tampoco es abogado. Para rematar, por razones que deberían avergonzarnos, en el equipo no había internacionalistas colombianos, solo asesores extranjeros. Esas debilidades trajeron como consecuencia que no hubo quién dirigiera jurídicamente el equipo, quién fuera capaz de entrar en controversia con los expertos internacionales, quién los condujera estratégicamente, quién señalara errores como abandonar la tesis de naturaleza limítrofe del Esguerra Bárcenas.

Finalmente, la Canciller se entregó antes de que viniera el fallo y dio unas declaraciones irresponsables, abonando el terreno para que fuera negativo. Ahí sigue campante, a pesar de su corresponsabilidad en la amputación. Por eso estamos como estamos.

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