Estados Unidos: no es un juego

Para los Estados Unidos ir a las urnas es tan natural como para los chinos obedecer, o como para los italianos hacer arte. Desde que Alexis de Tocqueville escribió "La Democracia en América", el mundo entendió en cuáles principios se sostenía, de cuáles ideas fundamentales se nutría el frondoso árbol de la que sigue siendo la primera potencia mundial. Para los norteamericanos confiar en Dios, respetar la propiedad privada, sentirse en plan de igualdad y elegir a quienes los mandan, a quienes hacen las leyes y a quienes administran justicia, es parte de su manera espontánea de vivir.

Si esos son elementos comunes para todos, ¿dónde están las diferencias que los separan, dónde las discrepancias que alimentan sus partidos y justifican sus controversias políticas?

La tendencia del norteamericano común a vivir de su íntima realidad ignorando el resto ha sido muy marcada. Le importa poco lo que pase en un mundo al que va como turista curioso, pero sin el ánimo de copiar y menos de transformar en esa copia su propio destino. Trabajo inmenso el que costó que entraran los gringos en las dos guerras mundiales. Y si no hubiera sido por las imprudencias alemanas y por el ataque japonés a Pearl Harbor, se hubieran mantenido al margen de esa extraña y lejana realidad foránea. Pues ocurre que los demócratas han sido más aislacionistas, sobre todo cuando de participar en conflictos se trata, y los republicanos más conscientes de que tiene su país una misión que cumplir más allá de sus fronteras, o cuando menos, de que lo que pase aparentemente lejos golpea su propia vida.

Los demócratas son "liberales", y eso significa de izquierda en el diccionario político particular que manejan. Lo que no implica que discutan la propiedad privada, que para ellos es un dogma, o que propongan que el Estado asuma compromisos empresariales, ni siquiera en áreas sensibles o estratégicas. Ser "liberal" allá significa ser más igualitario. Invertir más en instrucción pública, en salud, en servicios esenciales que no son negocio, en asistencia a los desvalidos. Y para eso, pregonar que los ricos deben pagar más impuestos.

Los republicanos son más devotos en religión y fervorosos partidarios de la libertad empresarial, convencidos de que ella trae prosperidad general y que a través de la prosperidad, empleos para todos, escuelas y hospitales de mejor calidad. El pobre es un accidente que se remedia con riqueza y el desempleo un episodio que se supera con crecimiento económico. Los impuestos deben ser bajos para que la gente, trabajando y produciendo más, los pague sin dificultades y en mayor cantidad.

Y es en medio de esa contradicción simplista, donde hoy los sorprende una situación propia y un clima universal que los compromete hasta los tuétanos.

El excesivo gasto público se está comiendo la economía de los Estados Unidos. Cualquiera que sea el Presidente, en enero deberá tomar decisiones heroicas, o el país entrará en crisis irreparable. Obama piensa que lo arregla con más impuestos y Romney con menos gasto y más producción. El hueco fiscal se va a tragar esa inmensa potencia, como se está tragando a Europa y como amenaza a la China. Y los electores no se dan cuenta.

La crisis mundial es inminente. Bastaría que dejasen a Irán continuar con su programa nuclear y la guerra sería inevitable.

Obama no piensa nada sobre ello. Le queda grande. Y los asesores de Romney le dicen que requieren más portaviones y más tropas. ¿Y a quién se le ocurre una combinación acertada de fuerza y política? Tal vez a nadie. La política internacional no ha sido el fuerte de esa gran Nación. Pero de que la haga depende la vida de todos. Así de grave es la cosa. Que está en manos de dos candidatos visiblemente inferiores a los problemas que tienen al frente. Claro que hay uno más incompetente que otro. Como siempre pasa. Y en lo peor de la historia, solo atinamos a repetir, como se repite en cada billete de dólar: "in god we trust" (Confiamos en Dios).

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