«Mare magnum»

Al admitir la competencia de la Corte, al no proponer la excepción perentoria de incompetencia en el momento en que fue notificada de la demanda, y aún dentro del año que se le concedió a Nicaragua para completarla, Colombia se metió en el conflicto.

Los latinistas definen la expresión que encabeza estas líneas en el doble sentido de gran mar y de formidable barullo. De ambas cosas hay en esta historia, enmarcada entre dos fechas cruciales: el 4 de febrero de 1980, la Junta de Reconstrucción de Nicaragua declaró Nulo e Inválido el tratado de límites celebrado con Colombia en 1928, mediante agresiva notificación que hizo ante el cuerpo diplomático acreditado en Managua por aquella fecha; y el 6 de diciembre del 2001 presentó controversia ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya, con el mismo propósito y alcance.

¿Qué hizo la cancillería colombiana en casi 22 años que separaron la amenaza de la demanda? Nada. Salvo la presentación ante la oficina de las Naciones Unidas en París, el 5 de diciembre del 2001, de un escrito por el que Colombia se retiraba de la jurisdicción de la Corte, suscrito por el canciller Guillermo Fernández de Soto, sin autorización del presidente Andrés Pastrana y sin conocimiento del Congreso de la República, Colombia pasó 22 años de espaldas a ese peligro manifiesto.

Sea porque el Gobierno descubrió muy mal sentada su defensa con esa treta de mal gusto, o sea porque la valoró inútil a la luz de la Cláusula Compromisoria del Pacto de Bogotá que lo ponía en el mismo llanito, decidió darle cara a la demanda, nombró abogados y se dispuso para la defensa. Semejante tema quedó en manos de dos ilustres cancilleres, el mismo Fernández de Soto y Julio Londoño Paredes, quizás el mejor equipo que Colombia pudiera armar para sostener su causa. Sea. Lo que aparece manifiesto es que en esos 10 años estuvimos de espaldas al riesgo, ignorantes de sus alcances, ausentes de nuestro destino histórico.

Al ministro Diego Uribe Vargas, la declaración ignominiosa de Managua en 1980 le pareció un chiste. Y a la ministra María Ángela Holguín solo se le ocurrió otro chiste, anticipando la posibilidad de que a la Corte se le antojara dar a cada parte un pedacito. Entre dos malos chistes quedó compendiado nuestro esfuerzo para defender la soberanía patria.

A lo largo de todos estos años se ha practicado una diplomacia secreta. El país no fue advertido de los riesgos que corría y se lo separó del tema crucial envuelto en el litigio. Para tratadistas tan ilustres como Germán Cavelier y Alberto Lozano Simonelli, la defensa de Colombia incurrió en un error colosal y decisivo. Porque se ha debido mantener en el punto central de sus razones, cual era la incompetencia absoluta de la Corte para conocer de límites resueltos en un Tratado, el Esguerra-Bárcenas, de 1928.

Al admitir la competencia de la Corte, al no proponer la excepción perentoria de incompetencia en el momento en que fue notificada de la demanda, y aún dentro del año que se le concedió a Nicaragua para completarla, Colombia se metió en el conflicto. Aceptó la controversia judicial. Puso su cabeza entre las fauces de la fiera.

Esta cuestión puede ser tan controversial como se quiera. Pero era la central, aquella en que nos iba la vida. El punto capital del debate. Y se lo trató de espaldas a la opinión y al Congreso de la República. Es probable que hubieran jugado papel definitivo en la toma de esta posición los abogados externos contratados por Colombia para su defensa. No quisiéramos imaginar que en el ánimo de estos jurisconsultos hubiera influido el tema de sus honorarios, que obviamente no hubieran sido los mismos si el pleito termina sin empezar.

Nos hicieron, como aquí se estila, diplomacia secreta sobre materia en la que debieron comprometerse todas las fuerzas de la Nación. Sus inteligencias más notables, sus talentos más altos. Mas por aquellas calendas no quedaba espacio mental sino para discutir la zona de despeje. Invadimos el Caguán y nos invadieron el mar de San Andrés.

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