Sin tregua, más violencia

Termina la tregua de dos meses que anunciaron las FARC. Una tregua muy parcial, que estuvo salpicada de incumplimientos y cuya terminación no augura nada bueno para el país.
 
La tregua fue una maniobra política de la guerrilla, que quiso recuperar con ella al menos parte de la credibilidad que ha venido perdiendo en relación con su voluntad para llegar a un acuerdo de paz. Las FARC son rechazadas por el 98 por ciento de los colombianos, pero una parte de la opinión les abonó el beneficio de la duda cuando se anunciaron los diálogos de paz en Cuba. Sin embargo, al día siguiente la guerrilla empezó a mostrar su verdadera cara: desvergüenza, soberbia y cinismo. La mayoría de la opinión se desencantó de los diálogos cuando las FARC negaron tener personas secuestradas, sus vínculos con el narcotráfico y haber producido víctimas y repararlas; objetaron cualquier fórmula de verdad, justicia y reparación; siguieron secuestrando niños para sus filas y sembrando minas quiebrapatas y, encima de todo, exigieron que todos los temas nacionales sean discutidos y acordados con ella en la mesa de La Habana. Entonces recurrieron a la estratagema de la tregua navideña como señal de buena voluntad, para tratar de recuperarse del desprestigio.
 
Pero fue una tregua parcial que se limitó a cesar temporalmente los ataques contra la fuerza pública y contra la infraestructura, aunque tampoco la cumplieron del todo, pues la violaron en más de 10 ocasiones. Pero lo que quedó por fuera de ese compromiso fueron sus acciones violentas contra la sociedad civil, que continuaron efectuado en medio de la tal tregua: la extorsión, el asesinato selectivo, el reclutamiento de niños, el desplazamiento forzoso, la intimidación armada, etc. Infortunadamente, el Gobierno, que carece de iniciativa en la mesa y parece ir detrás de las iniciativas de las FARC –como en el Caguán–, no le exigió a la guerrilla el cese de su violencia contra la sociedad, ni denunció el carácter criminalmente limitado de esa tregua.
 
Pero la guerrilla no ha agotado aún la maniobra de la tregua. Toda tregua tiene una segunda parte, que es el reinicio de las hostilidades. Las treguas se hacen para marcar una diferencia entre el período de suspensión de la confrontación y el retorno de la violencia. Es la forma de sacarle un rédito político y sicológico al cese temporal del terrorismo. Para ello, la guerrilla se empeñará en realizar una escalada muy violenta contra la infraestructura y contra la fuerza pública en las semanas y los meses siguientes al fin de la tregua. Se ha estado preparando para eso, acumulando armas y pertrechos, según lo han denunciado el comandante del Ejército y el director de la Policía, así como mandos fronterizos del Ejército ecuatoriano.
 
El propósito de ese escalamiento violento es presionar al Gobierno para ampliar la agenda en la mesa de conversaciones y para aceptar un cese bilateral de hostilidades; con esto último, las FARC buscan paralizar las fuerzas del Estado y aprovechar la situación para desdoblar sus frentes, ampliar su influencia territorial, retomar sus corredores de movilidad y aprovisionamiento, aumentar el reclutamiento forzoso, retomar posiciones estratégicas y, en general, prepararse para recuperar el terreno militar que perdieron durante los gobiernos de la seguridad democrática.
 
Así, el objetivo de las FARC es poner al Gobierno ante los cuernos de un dilema: si se niega a aceptar una tregua bilateral, corre el riesgo de ser señalado como amigo de la guerra y enemigo del apaciguamiento, y además cuestionado si no neutraliza la escalada violenta de la guerrilla; pero si acepta esa tregua bilateral, será objetado por inmovilizar a la fuerza pública y por facilitarle la vida a la guerrilla a costa de la seguridad nacional y de los ciudadanos. La única forma como el Gobierno habría evitado caer en esta trampa era exigiéndole a la guerrilla un cese unilateral, incondicional y definitivo de sus acciones terroristas, como condición indispensable para sentarse en una mesa de conversaciones.
 
Al no hacerlo, le ofreció todo el espacio a la guerrilla para que ella hiciera su propio juego, el de la dosificación calculada de la violencia y el del chantaje armado contra el país. El Gobierno no ha entendido que la época de la negociación en medio del conflicto ya pasó y que después del éxito de la seguridad democrática en su debilitamiento de la guerrilla, lo único procedente y aceptable, ética y políticamente, es dialogar sólo cuando los terroristas hayan suspendido definitivamente sus acciones violentas. Negociar en medio de la violencia es someterse al chantaje del terrorismo. Eso se paga y no conduce a ninguna parte. Que quien lo dude revise las experiencias exitosas de desmovilización de grupos terroristas en Colombia. Todas han tenido como rasgo común el cese previo y definitivo del terrorismo. Ninguna negociación exitosa se ha hecho en medio de la violencia. Pero el Gobierno no ha aprendido del pasado y repite los errores ya cometidos. Así se condena al fracaso.
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