Las fronteras del miedo

Santos mira hacia La Habana y el alcalde Gaviria grita que vamos bien porque Hillary Clinton lo dice. Todo, reflejo de un Estado débil que no les puede brindar seguridad a sus asociados pero los grava con impuestos confiscatorios a la propiedad, tras cuyos ladrillos habita el miedo.

En Colombia no hay guerra o conflicto armado como tal. Esto porque un montón de forajidos armados, que cometen toda clase de crímenes, no pueden considerarse  como una facción de la comunidad que está enfrentada a otra, cuando, a lo sumo, no son más que miembros de un grupo de delincuencia organizada que no representan a nadie más que a ellos mismos y que no tienen territorio a menos que un gobierno, como el de Pastrana, se los dé.

Sumado a lo anterior, tenemos que en casi todo el mundo ha sido abolido el delito político (rebelión, sedición y asonada), aberración por la cual eran perdonados delitos ‘conexos’ realmente execrables, como asesinatos, secuestros, masacres y todo tipo de actos terroristas que solían indultarse con la excusa de que tales actos tenían carácter altruista, motivo por el que era válido ‘matar para que otros vivan mejor’, como diría alguien por ahí.

Vistas así las cosas, basta tener un dedo de frente para entender que en  Colombia no había ni hay una guerra civil con las Farc, así la semántica de la palabra ‘guerra’ aluda a un enfrentamiento armado y sangriento como el que vivimos. También Pablo Escobar dio mucha ‘guerra’, con tantos explosivos, balas y sangre como se ven hoy, pero sería inaceptable igualar un criminal con un Estado o con una colectividad que por razones de etnia, raza, religión o ideología política, decide dirimir sus diferencias con otra por la vía armada.

Por eso, el gobierno de Álvaro Uribe Vélez siempre se negó a considerar la situación colombiana como un ‘conflicto armado’, prefiriendo, de manera acertada, afrontarlo como lo que es: una amenaza terrorista que con la amplia financiación del narcotráfico pretende remplazar al Estado y someter a la sociedad, cercenando sus libertades, en el marco esclavista del marxismo-leninismo.

De ahí que una de las pruebas al canto de la ruptura —y la traición— del actual gobierno frente al legado de su antecesor, sea la de haber reconsiderado el tema y declarado que en Colombia hay un ‘conflicto armado interno’, asunto que fue tramitado mientras se hacían acercamientos secretos con las Farc, y que tenía por objetivo darle vía expedita a la negociación con ese grupo, cosa imposible mientras se le considerara como terrorista, sobre todo cuando lo que se pretende es lavar su pasado criminal y convertirlo en un partido político.

Y de tan grave decisión están derivando delicadas consecuencias. A alguien, en el gobierno, se le ocurrió que las Fuerzas Armadas de Colombia solo pueden combatir a las otras contrapartes del ‘conflicto armado interno’, verbigracia guerrilla y paramilitares, y que de ninguna manera pueden confrontar a bandas criminales ni grupos de narcotraficantes por poderosos y peligrosos que sean, contra quienes solo puede operar la Policía.

Esa rebuscada tesis ha provocado, ni más ni menos, que la pérdida de soberanía en buena parte del país, no solo en extensas áreas rurales que son dominadas hoy día por poderosas bandas, como ‘Los Urabeños’, sino en ciudades como Medellín, donde hay 5.000 pistoleros disputándose el control territorial de comunas enteras para la venta de drogas y el cobro de extorsiones, y que castigan con sangre la violación de sus fronteras.

Ni siquiera el asesinato de dos niños de 11 años les ha hecho entender a nuestros indignos gobernantes que este problema no se resuelve con tímidas acciones policiales. Santos mira hacia La Habana y el alcalde Gaviria grita que vamos bien porque Hillary Clinton lo dice. Todo, reflejo de un Estado débil que no les puede brindar seguridad a sus asociados pero los grava con impuestos confiscatorios a la propiedad, tras cuyos ladrillos habita el miedo.

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