Papa renunciado, cónclave citado

Ratzinger, como todo hombre moderno, con fe en la razón, renunció.

Benedicto XVI ha renunciado irrevocablemente. Queda el cardenal Joshep Ratzinger en el autoexilio. La Santa Sede, o el Vaticano, no tiene en estos momentos jefe de estado, es decir, el monarca, el rey que gobierne sobre sus 840 habitantes y 44 hectáreas, enclavados en la ciudad de Roma. Una cosa es el territorio físico vaticano y otra el territorio espiritual de la Iglesia Católica que no tiene fronteras ni guardia suiza o pretoriana. Las religiones solo tienen límites imaginarios como el cielo o el infierno, el paraíso, el más allá.

La  renuncia de Ratzinger se explica en función de ser un político, un hombre de estado que perdió la gobernabilidad. Los cruces de fuerzas internas de la administración vaticana son tan fuertes como ocurre en cualquier estado dirigido por civiles, así sean de origen democrático. En el Vaticano confluyen las corrientes lideradas por los cardenales, hombres de carne y hueso que ambicionan el poder y, además, la gloria  eterna. Las órdenes religiosas que tienen a su vez un tipo de organización piramidal interna que corresponden a las aristocracias con dominios territoriales espirituales y económicos como los jesuitas, el Opus Dei, los salesianos o los benedictinos que trabajan por dominar diferentes áreas del poder heredado de San Pedro. Como todo estado, la Santa Sede tiene enormes intereses financieros como el Banco Ambrosiano, la propiedad de bienes raíces, inversiones y fiducias que solo conocen quienes se cobijan con ese inmenso manto del secretismo eclesial. La Iglesia Católica tiene el más  extenso y efectivo aparato de inteligencia gratuito que es el confesionario o sacramento de la confesión por medio del cual conoce no solo lo que ocurre a las personas y familias, sino que penetra en todos los órdenes de la sociedad con su capellanía y asistencia espiritual. A esta estructura milenaria, verticalista, no exenta de intrigas, maniobras y luchas intestinas renunció Benedicto XVI, cuya edad y formación intelectual no le permitía la inmolación silente de su personalidad.

Ratzinger, como todo hombre moderno, con fe en la razón, renunció. Y de paso demuestra que ser un monarca absoluto no es consecuente con el hombre del siglo XXI. Ratzinger es un ejemplo de independencia y criterio propio que no se somete a las fuerzas políticas y económicas del Vaticano y de la Iglesia que usan ropajes espirituales para dominar el papado. Estaba descrito desde  Maquiavelo: quitó ese velo que oscurecía no solo a Roma, sino a todas confrontaciones políticas del urbi et orbi. La renuncia de Benedicto XVI se debe examinar más a la luz del primer sociólogo y filósofo político que a la lente de Montesquieu. Y Maquiavelo si tenía por qué saberlo tan cerca de los Borgia.

Quienes parten de la base de un Ratzinger conservador en el sentido superficial de mantener cerrada la tradición, se equivocan. Ratzinger actuó de manera realista como corresponde a un hombre de razón, más que de fe. Por esta última hubiese ido hasta el sacrificio, hasta el dolor apetecido como escala al santoral. Benedicto XVI no llegará a ser santo porque no es un demagogo. Hay quienes todavía oyen las proclamas de un cercano pasado que pretende unir la violencia marxista con el “amor” cristiano. A la Iglesia no se le puede pedir la revolución que salve a los pobres y a los enfermos del mundo. Eso es como pedirle al corazón que hagas las veces del hígado. Es el estado de derecho, es la política la que tiene esa obligación social, no la religión. Ratzinger será odiado y olvidado por los que no lo pudieron utilizar. Pero vivirá para la prudencia, el equilibrio y el ecumenismo. No para los buitres del consistorio.

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