ENVIDIA

Envidia. Envidia de la buena.

Aunque mis raíces se dividen entre el gran Cauca, el antiguo Magdalena y Bogotá, nací en la fría capital y aquí he vivido siempre, excepto por los años consumidos, casi una década, entre viajes voluntarios y exilios obligados.

Hace un tiempo, la sede de invierno del Zipa parecía despegar por fin hacia la modernidad y la civilización.

Jaime Castro con el orden en las finanzas, Mockus con las bases de una nueva cultura ciudadana, y Peñalosa con sus grandes colegios, parques, ciclorrutas y Transmilenio, daban vida a una ciudad monumental que hasta ellos parecía condenada a la suerte decadente de las grandes urbes tercermundistas. La ciudad tomó un rostro limpio y amable y acogedor.

La suerte duró poco. Mucho bogotano posa de diferente, de contestatario, de progresista. Se siente orgulloso de diferenciarse de "la provincia", de votar distinto. Y lo ha hecho.

Mientras que la izquierda retrocedía en todo el país, perdiendo asambleas, alcaldías y gobernaciones, en Bogotá ganaba y se afianzaba.

Uno tras otro, sin aprender la lección, se eligieron alcaldes del Polo. Concedo que Lucho tuvo un toque social con el programa Bogotá sin hambre que lo salva del colapso.

Pero en lo demás su administración fue deficiente. Lo que vino después ha sido el caos. La administración de Moreno fue el reino de la corrupción y el clientelismo. Y la de Petro, el imperio de la improvisación, la burocracia y el espíritu autoritario.

Que se haya elegido a Moreno es inexplicable. Lo de Petro tiene responsables, entre ellos tres jóvenes competentes pero insolidarios, Luna, Galán y Parody, y el presidente Santos que prefirió al del Eme de alcalde y no a Peñalosa.

Con el exsenador de burgomaestre, habrá pensado el Presidente, saco un jugador peligroso para la contienda de 2014 y de paso evito que el uribismo tenga una ficha en la capital.

Por eso no solo nunca se esforzó por la comunión entre los diferentes candidatos de la Unidad Nacional, sino que alentó la división por la que se coló, con el 30 % de los votos, Gustavo Petro.

De premio se llevó a todos los jovencitos al gobierno. Y nos dejó a nosotros con el problema.

Porque Petro ha resultado un pésimo gobernante. No solo no conocía la ciudad y no tenía programa ni equipo, sino que es voluble, soberbio, autoritario.

Y lo tienen sin cuidado los terribles impactos sociales de sus decisiones. Paradójico, por decir lo menos, para alguien que se dice de izquierda.

Pero ahí están, imposibles de borrar, los daños a quienes vivían de los toros, a los comerciantes de la carrera 7 que peatonalizó, a las decenas de miles de obreros de la construcción que por sus condiciones de escolaridad no tienen alternativa distinta y que han perdido su trabajo porque la Alcaldía pone toda clase de trabas para las obras de vivienda.

A estas alturas no puede mostrar nada, absolutamente nada distinto a algunas mejoras en materia de seguridad que, en todo caso, apenas sí pueden atribuirsele de manera parcial a su gestión.

Lo demás es desorden, ruido, suciedad, ineficiencia, burocratización.

En cambio Medellín acaba de ganar, en ardua competencia con Nueva York y Tel Aviv, el premio a la ciudad más innovadora del mundo.

Voy a la capital de la montaña cada cuatro o seis semanas y no dejo de sorprenderme con la gentileza y alegría de su gente, sus políticas de inclusión social, el renacer y la mejora de la calidad de vida de los barrios más pobres, el esfuerzo en educación y cultura ciudadana, los avances en megacolegios, bibliotecas y obras públicas.

Los de Escobar son tiempos idos y los paisas han sabido dejarlos muy atrás.

Sí, lo confieso, siento envidia, profunda envidia. De Medellín, claro, que debiera ser faro de buenas políticas públicas para la capital y para el resto del país.

Y de los paisas, que no se han dejado pintar pajaritos en el aire por esa izquierda corrupta, ineficiente y de políticas antisociales que tiene azotada a Bogotá.

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