Espionaje vs intimidad

¿Qué pesa más, el derecho a la intimidad de los individuos o la protección de la vida de las personas y la integridad de las instituciones? El objetivo primigenio del Contrato Social fue el de proteger la vida, honra y bienes de los asociados. Con el tiempo, las cosas se fueron sofisticando y a ello (al Estado) se le añadieron nuevas funciones, casi siempre encaminadas a la protección de diversos derechos.

Sin embargo, podría aceptarse que la intimidad de las personas lleva implícito cierto sentido de la honra, pues aunque no sean ilegales, algunas cosas que se piensan —la mayor de las intimidades—, se dicen o hacen en privado, podrían vulnerar la honra de los individuos al hacerse públicas. Por ese temor, junto al hecho de que también constituye detrimento para el individuo el perder su esfera íntima, es que a veces se equiparan en importancia ambas cosas.

No obstante, el orden de los factores es evidente, la vida se antepone a la honra y a los bienes; sin aquella, estos o no tienen sentido o no existen. Es ahí donde cobra sentido la afirmación de Barack Obama acerca de que los programas de inteligencia que rastrean comunicaciones electrónicas, en los Estados Unidos, han salvado vidas. Es decir, de otra forma no tendrían sustento ético; salvar vidas es, en primera instancia, su misión y su justificación. De forma ulterior, lo es también el preservar las instituciones, pues son las que a la larga garantizan el Estado de Derecho y las libertades individuales.

Por eso, las denuncias de Edward Snowden son tan anodinas como las de Julian Assange. No se trata de paladines de la Justicia que ponen al descubierto tramas de crimen y corrupción de la clase política sino de anarquistas antisistema que pretenden sembrar el descontento de las sociedades hacia sus gobiernos, sobre todo hacia el de EE. UU.

En realidad, los únicos que deben preocuparse por chuzadas, interceptaciones o como se les llame, son los delincuentes. Bien dice el refranero popular que “quien nada debe, nada teme”. Además, de un lado, el volumen de comunicaciones actual es de tal calado que el rastreo no es hecho por personas sino por computadoras. Y, del otro, es claro que a los servicios de inteligencia no les interesan las intimidades de los ciudadanos del común, en tanto que los secretos de los poderosos siempre han sido, son y serán sustrato del trabajo de los organismos de seguridad y tema de fascinación para las masas. Por eso se llaman ‘hombres públicos’.

El espionaje, el fisgoneo, la acechanza, la observación con disimulo, es una práctica tan vieja como la profesión más vieja del mundo, y hoy se ejerce a diversos niveles no solo por parte de los Estados —todos los Estados— sino también de todo tipo de organizaciones, sean empresariales, políticas, religiosas, delincuenciales, etc., todo con alta incidencia de la tecnología.

El diario británico The Guardian —usando documentación aportada por Snowden— reveló que el Reino Unido también vigila las comunicaciones de sus ciudadanos y hasta de cumbres diplomáticas realizadas en su territorio, como la del G-20, en 2009. Y el diario francés Le Monde acaba de poner al descubierto que “prácticamente la totalidad” de las comunicaciones de ese país “son espiadas” y que “los políticos lo saben perfectamente, pero el secreto es la regla”.

La verdad es que el nivel de espionaje de un país es directamente proporcional a su desarrollo y poderío económico. A más riqueza, más espionaje, con la excepción de Estados totalitarios, como Cuba o Norcorea, que todo lo controlan a pesar de su precariedad. Claro que nadie lo reconoce porque es una verdad incómoda y políticamente incorrecta. Negarlo ya ni siquiera se ve como hipocresía sino como una mentira piadosa.

No obstante, es obvio que no se puede soslayar el riesgo de que se presenten graves abusos como el de perseguir a opositores políticos, pero el hecho es que nos tendremos que acostumbrar a esta realidad porque tras la mampara del derecho a la intimidad se amparan los terroristas de toda laya y las poderosas trasnacionales del delito.

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