Honor a los caídos

El acto cobarde y detestable cometido por las Farc el 20 de julio las pone fuera de cualquiera consideración que pretendieran a la luz del DIH. Con esa pandilla terrorista no puede el Estado adelantar conversaciones que no conduzcan a otro fin que el de su rendición y castigo.

Era el medio día del 20 de julio. Los colombianos habíamos llorado de emoción por la hazaña de un joven campesino de Boyacá, que se cubrió de deportiva gloria en las carreteras de Francia. Al mismo tiempo, por primera vez en los largos anales de la historia militar, se había detenido un desfile marcial para que dos padres emocionados saludaran a su hijo, que no había conseguido otra gloria que la de marchar en aquella solemnidad. Mas o menos a esa misma hora, un grupo de bandidos en armas irrumpía en un campamento de soldados que tenían baja la guardia, por falta de motivos para tenerla alta. Y porque no había quién los inflamara de celo, ni quién les hablara de la dignidad de su sacrificado esfuerzo, ni quién les explicara que estaban en una guerra, una guerra de verdad, cuando todos los días presenciaban escenas de una comedia de paz que se les vendía como cosa verdadera.

Los asaltantes, en número mayor que el de los sorprendidos vigilantes de un oleoducto cuya importancia estratégica tampoco conocían, los dominaron sin resistencia, o con resistencia tímida e inútil. No estaban en combate. Ya rendidos los que no fueron muertos en el asalto, en número que se desconoce, resultaron asesinados con un tiro de los que llaman de gracia, indefensos, sin un arma en la mano.

Ese acto, que las Farc han repetido cuantas veces tuvieron vencidos a merced suya, recibe calificación inequívoca en el artículo tercero de los cuatro protocolos de Ginebra, que gobiernan la guerra entre naciones o los conflictos internos que en ellas se produzcan:

“Las personas que no participen directamente en las hostilidades, incluidos los miembros de las fuerzas armadas que hayan depuesto las armas y las personas puestas fuera de combate por enfermedad, herida, detención o por cualquiera otra causa, serán en todas las circunstancias tratadas con humanidad…

“A este respecto, se prohíben, en cualquier tiempo y lugar, por lo que atañe a las personas arriba mencionadas: a) los atentados contra la vida y la integridad corporal, especialmente el homicidio en todas sus formas, las mutilaciones, los tratos crueles, la tortura y los suplicios.”

Solamente el acto cobarde y detestable cometido por las Farc en ese mediodía del 20 de julio las pone fuera de cualquiera consideración que pretendieran a la luz del Derecho Internacional. Con esa pandilla terrorista no caben perdones ni puede el Estado adelantar conversaciones que no conduzcan a otro fin que el de su rendición y castigo.

El presidente Santos sabía de ese crimen atroz cuando pronunció su discurso ante el Congreso de la República. Y no les hizo homenaje a los caídos. Ni censuró a los asesinos. Ni dispuso lo único que en esas condiciones corresponde, levantar la fementida mesa de La Habana. En su lugar, declaró muy ufano, en el mejor lenguaje de los casinos, que se la jugaba por la paz. No puede hacerlo. Moralmente, porque es una indignidad. Políticamente, porque es una claudicación. Jurídicamente, porque le está prohibido.

El Presidente pasará otra vez sobre el honor del Ejército, sin que nadie en el Ejército lo estorbe. Pasará por encima de los sentimientos de un pueblo ofendido, pero paciente y silencioso como no hay otro. Y pasará por encima del dolor de las familias, de los amigos, de los compañeros de armas de los jóvenes sacrificados, porque todo eso le importa una higa. Y mantendrá la mesa de conversaciones en La Habana, si es que a tal extremo llega la obediencia de sus plenipotenciarios. Queda por ver.

Todo eso será así. Pero no pasará por encima de la furia popular cuando se desate. Ni pasará por encima de los tribunales internacionales de justicia, ni por encima de quienes deben aplicar y hacer aplicar el derecho de gentes en el mundo. No pasará.

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