Farsa inconclusa en tres actos

Lo que se urde en La Habana tiene todos los trazos de una farsa clásica, de la familia de los conocidos como “dramas sociales”, con fuertes reminiscencias de leyendas antiguas  de ese tenor cual la de Robin Hood.

Una de las acepciones más comunes de la farsa es ésta: obra del género dramático, generalmente cómica, chabacana, grotesca y de poca calidad. Por lo regular se basa en el engaño y la doble interpretación. No en el sentido de eludir la realidad, sino de presentarla con otros ribetes, distorsionada.

Lo que se urde en La Habana tiene todos los trazos de una farsa clásica, de la familia de los conocidos como “dramas sociales”, con fuertes reminiscencias de leyendas antiguas  de ese tenor cual la de Robin Hood.  Sus autores y protagonistas, el gobierno encabezado por el presidente Santos y las Farc, llevan casi un año tratando de estructurar la obra, pero apenas han intentado escenificar tres actos de los cinco que han previsto.

Ambos tienen unos propósitos inconfesables, que se compaginan, pero que deben enmascarar bajo hábiles triquiñuelas para distraer a sus compatriotas. El primero busca la reelección del actual presidente, y conseguir que sea distinguido con el Nobel de Paz y hasta designado como Secretario General de la ONU según se ha rumorado, y está dispuesto a lo que sea para lograrlo. Los segundos, abrir compuertas para llegar al poder, legalizando y afianzando su emporio narco-militar, que el primero no duda en permitir, concediéndoles cuanto le sea posible. La farsa: que no se trata de eso, sino de un noble proceso de “paz”, destinado a traer felicidad y prosperidad a los colombianos.

Aunque coinciden en darle cabida mutua a sus ambiciones, los autores no logran ensamblar los tiempos en escena. El uno anda desesperado, “nervioso” según su interlocutor principal, con el afán de concluir la trama  y efectuar la representación a la mayor brevedad, por el calendario de otros eventos (como el electoral) que se verificarán en unos meses y en los cuales aspira a participar como protagonista estelar. Remolones, los otros se resisten pues el tiempo es su mayor activo, ya que les permite estar en escena más tiempo, obtener mayores réditos de la temporada y quedarse al final con el teatro y el negocio. En medio de complejas circunstancia la farsa está en pleno desarrollo, pero inconclusa a decir verdad.

Primer acto: La tierra

La obra se inicia con una escena de ambiente campestre. Describe un país regido por una tiranía que se ha dedicado a acumular tierras, muy en la onda del Sheriff de Nottingham, que se dedicaba a quitar a los pobres para dar a los ricos. En ese país surgió un Robin Hood justiciero, con el sonoro nombre de Farc, que dice querer lo contrario: arrebatarle a los ricos para dar a los pobres. Después de décadas de forcejeo, ambos se ponen de acuerdo en dialogar y resolver el entuerto. En un mes de mayo, luego de medio año de conversaciones, al parecer encontraron la solución. Pese a que numerosos labriegos reclamaban cerca de un millón de hectáreas despojadas por esa extraña reencarnación de Robin Hood, el consenso encontrado con el Sheriff Santos giró alrededor de dos extravagantes y peligrosas propuestas de la banda terrorista: crear un fondo de tierras (que han tasado en 20 millones de hectáreas) para redistribuir a su albedrío, y formalizar casi 10 millones de hectáreas como “zonas de reserva campesina”, espacios autónomos para ejercer y acrecer su poder militar y potenciar los cultivos de coca y minería ilegal. En la declaración vaga que relata distintas coincidencias alcanzadas, incluidas esas peticiones básicas de las Farc, se indica que a pesar de ello quedaron algunos desacuerdos que serían retomados más adelante.

El gobierno no ha cesado de ponderar las bondades y alcances de lo que ha denominado un acuerdo para el desarrollo integral del sector rural. Muy superior por su carácter progresista a las reformas de la “Revolución en Marcha” de López Pumarejo, ha declarado el mismo Santos, siguiendo el estilo de estas obras teatrales, donde la fullería abunda. La misma semana pasada el Sheriff reiteró que nunca antes se había llegado tan lejos en acuerdos con las Farc y relievó los consensos logrados en el que calificó como el punto más difícil de la agenda de cinco que tiene la Mesa habanera. No podía ser más idílico el tono de esta última escena.

Sin duda lo cedido hasta el momento es muy valioso para las pretensiones del grupo armado ilegal. Pero  a fe que no es todo lo que pretenden. En una declaración del jefe de la pandilla, que usa un remoquete de oscuros ancestros rusos -Timochenko-, no muy literarios por cierto, el pasado 24 de agosto se sinceró –lo que no es común en esta modalidad de las artes escénicas-. Declaró para despistar, en el mismo tono fantasioso del drama, que el “primer punto de la Agenda, sobre política agraria integral, aparece como firmado con algunas salvedades que se definirán más adelante.” Pero se destapa en seguida sin contemplaciones: “Esas salvedades son todas las objeciones que las FARC han puesto a los planes del gran capital para convertir el territorio colombiano en su gran dispensador de recursos mineros, biológicos, agroindustriales y alimentarios, a costa de la propiedad y la tranquilidad de los pequeños y medianos productores agrícolas, pecuarios y mineros, así como de las comunidades negras e indígenas.” Tamañas salvedades, naturalmente, dejan trunco el primer acto -que ya se pensaba concluido- y al público expectante.

Segundo acto: La justicia

El segundo acto, en un ambiente más citadino, se ha concentrado en pintar el país después de pactada la “paz” entre los conocidos contrincantes, y en buscar que estos Robin Hood de la época del narcotráfico, pudieran regresar tranquilos y seguros a sus hogares y disfrutar de todos los derechos de sus compatriotas y de los bienes mal habidos. En particular, la trama gira alrededor de cómo facilitar la “participación política” de los criminales, al sellarse la venturosa “paz negociada”, para lo que se ha calificado con agudeza como el “postconflicto”, que según voces autorizadas se nos vino encima.

No es muy difícil vencer las reticencias acendradas de millones de víctimas, piensa el Sheriff Santos, porque al fin y al cabo los Robin Hood de marras siempre fueron delincuentes virtuosos, llenos de nobles propósitos, y eso los salva y los redime. Nunca hicieron el mal por el mal, sino por el bien… Y las autoridades no deben pensar tanto en el daño tremendo que han ocasionado, para castigarlos como cualquier sociedad sensata y civilizada lo haría, sino en premiarlos con la impunidad que se merecen por el supremo sacrificio que harán al decidir dejar de asesinarnos y en cambio dedicarse a gobernarnos. De otro lado, el Sheriff ha corrido a reconocer de primero la responsabilidad del Estado en la tragedia vivida, ante un grupo de profesores lunáticos que redactó un informe dantesco que se centra en pintar con los peores trazos las arbitrariedades del régimen, mientras encubre las iniquidades de los terroristas con el manto de la lucha contra la injusticia. Ya el Sheriff, siempre tan previsivo,  había corrido a expedir una notable disposición para adelantarse a los acontecimientos, con licencias literarias y jurídicas de alto coturno, que bautizó en su sabiduría con el edénico nombre de “marco jurídico para la paz”, destinada a perdonar a los bandidos sin que los bandidos tuvieran que pedir perdón. Es la mejor escena de este acto. Una brillante idea que al parecer se desprende de un novedoso sistema conocido como “justicia transicional”, que postula que la justicia no se le puede atravesar a la paz, sino hacerse a un lado, revisando por entero la vieja y anticuada concepción de que el fundamento primordial de la paz es la justicia.

En la confección de este segundo acto la banda robinhoodesca no se ha quedado atrás en sus aportes. Su idea primordial es que la que ha fallado es la sociedad, que con sus desigualdades los ha empujado a cometer toda suerte de desafueros, que en todo caso no han tenido como propósito causar dolor entre sus conciudadanos. Ellos son simples víctimas del sistema. Secretamente se han congratulado porque el Sheriff ha declarado a las volandas, a nombre del rey y antes que ellos, que es el gran responsable de la tragedia vivida por el reino. Para no quedarse atrás han insinuado que, sin quererlo, han causado algún daño, pero siempre en la búsqueda del bien común. Esta escena de la farsa es de las mejor logradas, a tal punto que el Sheriff emocionado les ha reconocido a los facinerosos su valioso gesto, suficiente para poder permitirles en seguida que participen a plenitud en las instituciones del Estado.

Sin embargo a los bienintencionados facinerosos no les convence por entero el “marco jurídico para la paz”. De entrada alegan que no fue concertado con ellos y por ende seguramente no contempla todas las aspiraciones de plena amnistía e indulto para sus tropelías. Seguramente más adelante sea posible concertar tan justos reclamos en aras de la tranquilidad pública. El afán del Sheriff es evidente: pese a la opinión de unos entrometidos magistrados extranjeros, que el reino se había comprometido a acatar, ha decidido desconocerlos, ratificando que obrará por su cuenta y riesgo sin sujetarse a ninguna instancia internacional, como la bondadosa pandilla ha solicitado hace tiempo. Sin embargo la escena final de este acto no ha podido materializarse porque los insignes bandoleros han formulado una singular y revolucionaria doctrina, digna de los eminentes doctrinantes Arrubla e Ibáñez, y enraizada en la más pura tradición religiosa de un cura de apellido Giraldo, que postula que en virtud de que el Estado es gran responsable de la ordalía –como lo ha reconocido el Sheriff- no puede a la vez ser el juez de tan beneméritos ciudadanos. Para lo único que está facultado el Estado, se desprende de tan sabia tesis, es para colocarse la soga al cuello. En este punto tan enredado están los parlamentos y los ensayos del segundo acto. Pero de peores y más enmarañados caminos ha logrado salir airoso el Sheriff.

Tercer acto: La refrendación

El libreto completo de la farsa está previsto para cinco actos, desarrollados en cierto orden, para que la trama tenga la lógica necesaria. Sin embargo el Sheriff en su desespero –que algunos motejan de clarividencia y precaución- quiere rematar la faena desde ahora y ha escrito un texto para lo que debiera ser el remate.

Para quitarle todos los visos de autoritarismo y decisión unilateral a las atinadas concordancias con los criminales redimidos, aunque no arrepentidos, ha dispuesto que será el pueblo el que las ratifique y convalide, a través de un referéndum. Como se trata de una farsa, debe entenderse que lo único que decidirá el pueblo es que está bien lo que han decidido el Sheriff y los salteadores de caminos en una isla caribeña; y el pueblo no puede decidir otra cosa, porque eso sería proseguir en la guerra, que nadie desea, como lo ha advertido el mismo gobernante. Entonces, para evitar que el pueblo decida algo diferente a lo que ya está decidido, en su ingenio al Sheriff se le ha ocurrido una fórmula infalible: poner al pueblo a votar por la paz o por la guerra, el mismo día que los ciudadanos deben votar para elegir Sheriff; siendo él, por supuesto, el candidato insigne que ha logrado negociar la paz. Quienes osen oponérsele, serán vistos como encarnizados enemigos de la paz.

Igual fervor democrático han manifestado en estos meses los narcoguerrileros. El pueblo es para ellos la fuente última de soberanía y de la legitimidad que se reclama para los acuerdos que han de fundar la nueva sociedad colombiana. Para el efecto nada mejor que, en su criterio, una Asamblea Constituyente, de la cual harían parte todos los sectores, sobre todo ellos, para que el resultado sea un pacto de plena validez y solidez. Pero de igual modo que el Sheriff, estos Robin Hood, en este acto que es uno de los más reveladores de la farsa, proponen fórmulas de gran calado para que el pueblo representado en la mentada Asamblea sea básicamente el que ellos quieran y así se pueda aprobar lo que ellos deseen, y no el pueblo común y corriente que vota en las elecciones periódicas del país.

Al Sheriff le incomoda este camino para llegar a lo mismo. Por eso, en secreto, como corresponde a una buena urdimbre de este género dramático dirigido a despistar al espectador, ha ido craneando una alternativa que Timochenko, infidente como corresponde a timadores avezados, ha osado confesar el pasado 25 de agosto. De manera informal y reservada el Sheriff le ha propuesto a la pandilla que le acepten el referéndum, con la condición de que será para convocar a dedo una constituyente o congresito de bolsillo, como lo piden, sin elecciones de por medio. Timochenko en tono mesurado ha elevado su reclamo porque de nuevo es una estrategia unilateral del Sheriff, tal vez también porque por ahora la representación otorgada a la banda sería muy “pequeña”, o quizás porque adicionalmente el Sheriff se quiere revestir de la potestad de expedir decretos con fuerza de ley, al estilo de las “leyes habilitantes” de una dictadura vecina.

Pero pocos dudan que los acuerdos serán sellados, para refundar la patria con sus nuevos salvadores. La manera de revestir de pueblo los pactos que se construyen en secreto y lejos del país, sin que el pueblo efectivamente se entrometa en tan elevadas menesteres, es punto relevante de la farsa, en que ambos están de acuerdo. No serán tan tontos para no encontrar la receta precisa que desate las diferencias del momento.

El último ensayo de la obra, el pasado fin de semana y al parecer sin libreto previo ni consuetas, es una buena muestra del alto grado de pericia que han adquirido nuestros dos actores en el arte de fingir contradicciones cuando se tiene identificación de fondo, que es una de las esencias de este subgénero dramático. El público miraba incrédulo en el tablado al Sheriff lanzar su propuesta de referendo por la paz unida a su elección, sin previo aviso, sin inmutarse y con aire doctoral. La gente estaba sorprendida. Ninguna norma lo permitía ni este punto correspondía al orden del libreto original. Los más incautos se atemorizaron por la probable ruptura de la trama. La banda de Robin Hood, también en el escenario, ripostó enojada que eso era inaceptable y defendió su propuesta, aunque acotó al desgaire que los inamovibles en esta materia sean inconvenientes. Tras bambalinas se supo que ambos sabían todo y que el ensayo no era tan improvisado. De manera que, al más puro estilo de los farsantes (que son etimológicamente los actores de una farsa), la banda fingió indignarse y decretó una “pausa”, que el farsante que hace de Sheriff complementó llamando a casa a sus delegados. El público miraba a un lado y otro de la tramoya y no salía de su asombro. Como quedó de una pieza cuando unos minutos después, en el mismo ensayo, todos los farsantes se dieron las manos y declararon que se reunirían de inmediato para continuar con la redacción y demás preparativos del drama, como si nada hubiera pasado.

Pero después de tantos avatares de la trajinada farsa empieza a sentirse cansancio entre el público presente en las graderías. Cada vez se oyen más rechiflas y abucheos a los actores. Nadie se atreve ya a aplaudir. No solo eso: de los abucheos se ha pasado a los cacerolazos, las protestas y al bloqueo del teatro. La gente ha calado el trasfondo del engaño y parece que la obra difícilmente llegará a estrenarse, y de llegar a hacerlo, se le augura un estruendoso fracaso.

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