La pobreza del agro no es por el TLC

Muchas personas le atribuyen el actual paro nacional agrario al TLC con los Estados Unidos, al igual que los problemas de desindustrialización que estamos viviendo. Sin embargo, vale la pena analizar — a vuelapluma — varios aspectos.

Un líder campesino, cultivador de papa, dice que ellos venden la carga a 30.000 pesos y que esa misma cantidad del tubérculo es comercializada luego en las grandes superficies o almacenes de cadena hasta por 180.000 pesos. Ese, por supuesto, no es un asunto originado por alguno de los TLC firmados por Colombia sino un problema muy viejo y muy conocido como es el de la intermediación.

Aquí llevamos décadas discutiendo cómo lograr que la mayor parte de esos recursos les lleguen a los productores y no se queden en las manos de una serie de comercializadores que encarecen el precio final, pero poco o nada se ha hecho para solucionar está distorsión. Lo cierto es que la proliferación de especuladores en la cadena de comercialización no tiene nada que ver con los TLC.

Otro aspecto a considerar es que muchos sectores del campo no logran vender sus cosechas a precios que compensen los costos de producción y le den al campesino ganancias suficientes para sostener a su familia y para plantar la nueva cosecha, un problema que también es viejo, previo a los TLC. Hace unos diez años, centenares de productores se quebraron por la importación masiva de papa holandesa, y en esa época no se había firmado ningún tratado de libre comercio por parte nuestra.

Está claro que los subsidios agrícolas que reciben los productores en los países industrializados hacen añicos cualquier atisbo de competitividad. No obstante, a nuestros productores no solo les toca competir, en condiciones desventajosas, con países que subsidian a sus productores sino con aquellos que no lo hacen, como nuestros vecinos Ecuador, Perú y hasta Venezuela (¡quién creyera!).

Recordemos que como el peso está tremendamente revaluado, se hace barato importar y caro exportar. Por si fuera poco, si los fertilizantes — como se ha denunciado — son 40 o 50% más baratos en países de similar desarrollo, su producción puede competir a precios más bajos, incluso sorprendentemente bajos si no hay especulación en la cadena. Y si al Estado colombiano se le ocurre trancar esas importaciones vía arancel e impuestos, pues queda el recurso del contrabando, en cuyo freno el país es un fracaso. A mediados de la década anterior, la importación de bocachico argentino y algunas especies de Vietnam, quebraron la producción local, y eso que no habían tratados comerciales con esos países ni en ellos habían subsidios para la piscicultura. Como vemos, es dudosa la influencia de los TLC en esta crisis.

Cuenta la prensa en días recientes que un joven empresario arrocero que gusta pasar sus días de ocio en parrandas vallenatas en Santa Marta, lanza millones de pesos a la jura, desde un balcón, para compartir algo de las ganancias de su negocio. Y hay un exfutbolista que por el alquiler de sus tierras a una importante industria azucarera, recibe 700 millones de pesos cada diez meses.

Entonces, no es tan mal negocio el agro colombiano. Más bien, tenemos un campesinado vulnerable que, en medio de su pobreza —sin educación, sin carreteras, sin asistencia técnica, sin acompañamiento, etc.—, se vuelve víctima de la voracidad de unos intermediarios insaciables y de una serie de distorsiones que lo dejan maniatado para competir en un mercado totalmente globalizado en el que impera la ley de la selva. Para solucionar la crisis, lo fácil es dar subsidios; lo correcto es mejorar la competitividad echándole tierra a tantas distorsiones que rayan en la injusticia.

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