El TLC y la crisis agraria

En el futuro, el TLC podría agudizar los problemas del campo colombiano, pero hoy no es serio señalarlo.

Muchos campesinos insisten en atribuirle sus desgracias al TLC con EE. UU., como si se tratara de un discurso dictado por las Farc desde La Habana, que es desde donde se están trazando muchas de las políticas con las que se pretende cambiar el rumbo del país.

Creer el cuento de que el TLC acabó con el agro es hacerles el juego a las Farc, que lo repudian por meros prejuicios ideológicos. Pero, además, es negarse a ver los hechos con la objetividad necesaria para reconocer las verdaderas causas del problema y poder aplicar soluciones efectivas de una buena vez.

Para empezar, hay que reconocer que el campo colombiano siempre ha sido muy pobre, por lo que salta a la vista que el TLC, con apenas un año de vigencia, no lo ha conducido a la ruina en la que ha estado desde siempre. Y hay que tener en cuenta que los productos más sensibles tienen largos periodos de desgravación y arrancan con un arancel muy alto: en el caso del arroz, por ejemplo, 19 años y arancel base del 80 por ciento.

La verdad es que no son los productos gringos los que les están haciendo pasar el trago amargo a nuestros campesinos, sino los de países como Ecuador y Perú. Es decir, el verdadero coco del campo no es el TLC con los gringos sino los pactos de la CAN y Mercosur; y esto es muy grave, porque desnuda nuestros enormes problemas de competitividad (o de incompetencia) no con un país industrializado sino con países vecinos donde es más barato producir a pesar de que su agricultura tampoco es subsidiada.

Lamentablemente, aún hay quienes creen que la solución es cerrar la economía con medidas proteccionistas cuando está demostrado que ese camino agudiza la pobreza y debilita la democracia. Ya estamos lo suficientemente atrasados, siendo la segunda economía más cerrada de América Latina, detrás de Brasil –según el más reciente informe de competitividad del Foro Económico Mundial–, como para andar pensando en cerrarnos más.

Competir con éxito en los mercados internacionales exige una preparación muy rigurosa. Esto es como el deporte de alto rendimiento: los éxitos que están teniendo nuestros deportistas no son casualidades ni se han alcanzado de la noche a la mañana.

El campo no puede ser competitivo con altos costos laborales, con un peso revaluado en exceso –que afecta a todos los sectores–, con fertilizantes caros –aunque Fedearroz dice que están al nivel de la región–, con créditos confiscatorios, sin tecnificación y poca asesoría. No puede serlo con el alto costo de los combustibles, los peajes y los fletes de carga, y con la precaria infraestructura de un país que carece de autopistas y de vías secundarias y terciarias, que no tiene trenes y no aprovecha los ríos navegables.

Y no puede ser competitivo mientras el campesino siga sumido en la ignorancia y el atraso, y sea presa de una cadena de distribución plagada de avivatos que se quedan con las ganancias, una verdadera mafia de intermediarios. La baja productividad del campo se mantendrá mientras se persista en el minifundio, la agricultura de subsistencia, las unidades productivas familiares y las zonas de reserva campesina. Para dignificar al campesino hay que convertirlo en un empresario.

En el futuro, el TLC podría agudizar los problemas del campo colombiano, pero hoy no es serio señalarlo. Las 20.000 toneladas de papa que se están importando al año, casi todas de Europa, son menos del 1 por ciento de las 2,8 millones de toneladas que se consumen en Colombia. Y, según Fedepapa, el consumo per cápita del tubérculo ha caído un 20 por ciento, de 75 a 60 kilos al año. En este caso, la creencia de que la papa engorda ha hecho buena parte del daño que se le imputa al TLC.

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