Los Inmarcesibles

No son lozanos ni parecen ajenos al paso del tiempo, pero mantienen esa glacialidad imperial, esa aura de impenetrabilidad, esa distancia inexpugnable, con seños adustos o sonrisas congeladas: son inaccesibles. Me refiero a los políticos que tienen o tuvieron el Poder – Ricardo Lagos o Michelle Bachelet, por ejemplo.

He visto recientemente en un programa de televisión a Ricardo Lagos. Ya se codea con la posteridad. Ni una sola duda, ni un titubeo, ni un tal vez o un por si acaso. Lo sabe todo. Pontifica, perdona, disculpa, como un cetáceo antártico que disfruta de las zambullidas y reflotaciones, pero sin dar ni una sola explicación. Un ser a esas alturas no precisa de abrir ni un solo resquicio de su corazón, salvo para volver a echar por centésima vez la útil anécdota del nietecito que usa para disfrazar modestia y demostrar la banalidad de su epopeya: haber indicado con el índice a Pinochet en el ocaso de la dictadura, cuando la derecha buscaba desesperadamente zafarse de su incómoda compañía.

Lo hace para demostrar que en gran medida, gracias a él – y no podía ser menos-, no sólo se salió del monstruo sino que se arribó a playas virginales, en donde y cuando desafiar al cíclope dirigiéndole una indignada mirada subrayada con un índice reprobatorio carece de toda temeridad. Además ya está muerto. ¿Eso fue todo? – cuenta que le dijo su nietecito. Y él responde, mirando a la cámara: sí eso fue todo. ¿Ven ustedes? Yo soy un simple mortal.

Quisiera imaginármelo como he vivido a Patricio Aylwin: un anciano amable, conversador, apacible, que pone el corazón sobre la mesa, aunque con la prudencia, el juicio y la delicadeza de quien disfrutó del poder sin ser inmarcesible. Al que ni siquiera imagino viniendo a improvisar una charla a Caracas invitado por un banco venezolano al modesto costo de cien mil o doscientos mil dólares. O el mismo Salvador Allende, que gozaba sorbiendo una cazuela de ave con la Payita, rodeado de sus amigos del GAP. No. Ricardo Lagos está acorazado tras la bonhomía de un Luis XIV, pero de Cauquenes, Maule.

He visto a Michelle Bachelet – la Michelle – desde una corta distancia mientras descendía de la presidencia del Congreso tras entregarle la banda presidencial a Sebastián Piñera, con la absoluta y definitiva certeza de que se la prestaba por cuatro años. Había ordenado llevar una claque que la ovacionaba desde las tribunas, para ensombrecer al verdadero triunfador de la circunstancia, y salía escoltada por familiares y colaboradores que miraban con odio a la derecha que asumía el turno al bate gritando “volveremos, volveremos”. Y volvieron.

Ni un solo atisbo de alternabilidad democrática en esa apostura monárquica. Dejaba el escenario cerrando prolija y cuidadosamente los candados de las ambiciones de sus camaradas y correligionarios, con los que tan poco quería tener que ver, que se las ingenió para montarse en el dorado carro celestial de las Naciones Unidas y mantenerse flotando entre las nubes de Manhattan para descender al polvoriento terreno de los simples mortales cuando le ordenara a su claque la reclamara como a la salvadora de la Patria.

Y en efecto: tras pocas horas de sueño – los inmarcesibles no duermen – y luego de madrugar con la peluquera de su corte – como todos los días desde que decidiera encumbrarse a las alturas del Poder -, ser cuidadosamente maquillada, perfumada, vestida prêt a porter, con su tailleur y su foulard de ejecutiva adulta contemporánea y tras acomodarse la sonrisa de porcelana como mandada a hacer a Meissen en sus tiempos de estudiante de medicina en la RDA, desciende del multinacional carro celestial para caminar por la Avda Vivaceta, pasearse por La Pincoya, comprar unas verduras en la Vega, codearse con un congrio colorado en el Mercado Central y abrazarse a sonriente distancia con las viudas del 11 de septiembre.

Lagos es inmarcesible al estilo de un condottiero florentino. Abrumado por el peso de la coraza institucional del que se cree custodio. La Michelle es inmarcesible al estilo de la representante de Revlon y Gucci en Cerro Navia. Voilà la gauche socialiste chilienne. Ninguno de los dos renunciará a gobernar sobre sus feudos. Así el precio sea ventilar hasta el fin de los tiempos la felonía del 11 de septiembre, la sacra inocencia de sus partidos y partidarios y seguir atizando el odio y el rencor infinitos que blindan sus corazones.

Pobre izquierda chilena, prisionera de su inmarcesibilidad. Pobre clase política chilena, prisionera de sus mitos

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