Los cuarteles y las letrinas

En los tiempos del narcoterrorismo de Pablo Escobar se configuró una de las más aberrantes muestras de insolidaridad y desprecio que se hayan visto en Colombia. La Policía era blanco del capo, primero por parte de pistoleros que cobraban por cada policía muerto, cosa que a la mayoría de la gente poco le importó. Luego, los uniformados se convirtieron en el principal objetivo de los carrosbomba, de manera que la gente se alejaba casi despavorida de las patrullas y de los camiones que transportaban al famoso ‘Bloque de Búsqueda’.

Había que ver las caras de los policías que iban en esos camiones. En sus rostros, más que miedo, se podía ver la desazón que sentían por el rechazo ciudadano: la gente los trataba como leprosos. Los carros se frenaban en las avenidas para dejar que esos camiones se alejaran porque en cualquier momento los terroristas podían detonar una bomba a su paso. Los policías muertos en esas acciones, solo en Medellín, fueron decenas.

Algo similar ha ocurrido desde entonces con las sedes de los organismos de seguridad. En muchas ocasiones se ha reclamado el traslado de guarniciones militares o de Policía por estar en las áreas urbanas de nuestras principales ciudades, generando ciertos riesgos por ser objetivo de actos terroristas o, incluso, por el peligro de una explosión accidental de sus depósitos de armas.

Un caso que recordamos es el del edificio Mónaco, la tristemente célebre residencia de Escobar, en torno del cual se generó un gran conflicto en el año 2000, cuando le fue cedido a la Fiscalía General de la Nación para instalar unas dependencias de carácter administrativo que no debían comportar riesgos. No obstante, hubo un ataque con un carrobomba de mediano poder y eso bastó para que los vecinos de ese exclusivo sector movieran sus influencias para desterrar de allí al ente investigador. Injusto porque también habían sido blanco de bombas, en ese mismo barrio, una sede de la multinacional Xerox y las oficinas de Augura, la asociación de productores de banano, sin que a nadie se le ocurriera pedir sus traslados.

A pesar de esos antecedentes, a uno no le queda más que preguntarse qué estaban fumando los magistrados del Consejo de Estado cuando decidieron, en reciente sentencia, que las estaciones de Policía deben retirarse de todos los sitios en los que generen riesgos para la comunidad por estar contiguas a edificaciones civiles y en regiones en las que hay una fuerte perturbación del orden público, lo cual, potencialmente hablando, viene a ser todo el país.

Lamentablemente, parece una decisión más de las que se vienen modulando desde La Habana. Casi al mismo tiempo, las Farc señalaron como el eje de su propuesta sobre las drogas, que las Fuerzas Militares debían retirarse de las zonas donde existen cultivos ilícitos y laboratorios pues aducen que la erradicación de esos cultivos debe ser voluntaria y que muchos de ellos deben preservarse por razones ‘culturales’.

Es decir, mientras las Farc piden sacar al Ejército de media Colombia rural, la determinación del Consejo de Estado sugiere retirar la Policía de los cascos urbanos de la mitad de los pueblos del país, lo cual era exactamente el panorama que teníamos en 2002 cuando el presidente Uribe, en ejecución de la política de Seguridad Democrática, reversó esa decisión y le devolvió a medio millar de municipios la presencia de esa fuerza civil legítimamente constituida en la Carta Política de los colombianos.

En verdad, esta aberración del Consejo de Estado es, por donde se le mire, una colosal insensatez. Entre otras cosas, porque exime a los terroristas de su responsabilidad, cuando lo cierto es que si por atacar a la Policía provocan daños o pérdidas humanas, es su culpa y de nadie más. De otra parte, los magistrados desconocen con esta sentencia el carácter civil de la Policía, que es lo que hace que no se pueda admitir un ataque en su contra dentro del DIH, y por lo que no puede hablarse de daños colaterales. Tanto si caen policías como civiles, ¡son homicidios!

Aún más, esto es parte del grave daño que le ocasiona al país el diálogo con los terroristas en Cuba: se los ha igualado al Estado y convertido en sus contrapartes o antagonistas. Luego, la sentencia del Consejo de Estado parece reconocer como válidos los ataques de las Farc contra las instituciones legítimas y bajo esa perspectiva es que cabe el  argumento de que el Estado sería responsable de los riesgos que corran los ciudadanos. ¡Toda una inversión de valores!

Esto es una muestra más de los avances del comunismo en Colombia. Esta anomalía no se le hubiera ocurrido a ninguno de los togados si el caso de estudio, en lugar de ser una toma guerrillera de hace 15 años, hubiera sido una bomba del narcotráfico, un ataque paramilitar o una acción de delincuentes comunes. Así, el Consejo de Estado se pone del lado de los subversivos, quienes en La Habana han insistido en que ‘no han hecho sufrir a nadie’ y que ellos son las víctimas.

Mejor dicho, poco falta para que los terroristas sean eximidos de todas sus acciones aunque haya que ir en contra de otras sentencias pues, como lo afirma el exmagistrado Jorge Arango Mejía, ya la Corte Constitucional había sentado jurisprudencia sobre la pertinencia de que los cuarteles de Policía estén en medio de la comunidad. Ahora quedan con carácter de letrina, lejos de las casas, cuando lo que deberíamos mandar lejos es el terrorismo —verdadero detritus social— y esos albañales en que se han convertido algunas cortes que hasta de lejos nos huelen a mierda.

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