Autodefensas: los interrogantes

La verdadera reflexión para los colombianos, en cuanto a lo que está sucediendo en otros países, y la entrega vergonzosa de nuestra soberanía que se trama bajo el manto de la “paz”, reside ahí. Una paz con impunidad, con elegibilidad para los criminales, pasando de agache ante el narcotráfico del mayor cartel del orbe, que nos coloque ad portas de ser intimidados y apabullados por hordas al estilo de los paramilitares chavistas, no puede sino ser el engendro de nuevas violencias.

Esas coincidencias de la vida. Tenía pensado escribir esta semana sobre el fenómeno de las autodefensas –no tanto las colombianas, sino las de otras latitudes-, cuando Humberto Montero, el acucioso periodista español se me adelantó con una interesante columna al respecto (El Colombiano, febrero 11 de 2014, “Autodefensas”).

Y otra coincidencia: las inquietudes formuladas por Montero no se diferencian mucho de las que yo albergo. Que es precisamente el propósito de este escrito.

Cualquier lector medianamente informado se habrá dado cuenta de la irrupción de estos grupos armados en diferentes países y con variadas connotaciones, en los últimos meses. Valga un repaso somero.

El más conocido entre nosotros es el de Michoacán, México. La población, asediada y vapuleada sin conmiseración por los narcotraficantes –sobre todo de un cartel denominado Los Caballeros Templarios-, con asesinatos, violaciones, secuestros, extorsiones, decidió rebelarse un día. Se armaron y organizaron y empezaron a tomarse pueblos, uno tras otro hasta sumar ya varias decenas, expulsando a los mafiosos.

La reacción ciudadana se fundamentó en un hecho incontrovertible: estaban inermes al arbitrio de los criminales, pues el Estado o estaba ausente –el ejército federal-, o a nivel local las policías y otros funcionarios por lo regular estaban cooptados por los delincuentes.

El movimiento ha tenido un crecimiento veloz y el apoyo decidido de empresarios, agricultores, comerciantes, trabajadores, campesinos, la comunidad en general. Hasta el punto que –pese a la polémica desatada- el gobierno de Peña Nieto, que en un principio quiso enfrentar por la fuerza a las autodefensas, decidió finalmente llegar a un acuerdo con ellas para legalizarlas y someterlas al control del Estado y sus fuerzas armadas. Así acaba de acordarse hace algunos días.

Otro caso menos conocido entre nosotros, pero de similar magnitud, se está presentando en Ucrania. La ex república soviética se debate en una aguda crisis, pues la cúpula gobernante quiere mantener a este rico país atado a Rusia, mientras que la juventud y la mayoría de la población demandan la vinculación a la Unión Europea. Ese conflicto, con masivas movilizaciones diarias por varios meses, tiene al país al borde del colapso.

Recientemente la oposición, atendiendo la experiencia de algunos lugares del país, hizo un llamado a conformar autodefensas a lo largo y ancho del territorio. “De noche en Kiev arden los coches de los activistas. En las regiones y en la capital matan y secuestran gente. ¿Quién nos defiende? ¿La Policía? ¿Los Berkut (antidisturbios)? Solo podemos defendernos nosotros mismos”, expresó Alexandr Turchínov, líder de la oposición hace apenas unos días en un mitin en Kiev, la capital de Ucrania, que congregó a 70.000 personas.

Un fenómeno parecido, aunque de connotaciones muy particulares, es el que narra el mismo Montero de algunas barriadas en grandes ciudades brasileñas, como Río de Janeiro. Ante la ineficacia de la policía, los vecinos han conformado grupos de “justicieros” que toman en sus manos la persecución, captura y castigo –que ha incluido en algunos casos tortura o asesinato de los presuntos delincuentes- de violadores, ladrones, asesinos.

En Colombia se ha iniciado apenas el debate sobre el tema, en especial con motivo de los acontecimientos en México, que son los más conocidos. Los intelectuales y comentaristas de siempre, daltónicos que solo ven un color en las cosas, casi siempre el rojo, han salido a descalificar el fenómeno y a advertir sobre el peligro que se cierne sobre aquellos países, equiparando sus autodefensas con el paramilitarismo de nuestros lares.

La comparación es bastante coja, sin embargo. Aquí el paramilitarismo pese a su innegable connotación anti-subversiva, estuvo permeado de pies a cabeza por el narcotráfico (como su contraparte, la guerrilla). En México es al contrario: es la población levantada contra los narcotraficantes, ante la debilidad o connivencia del Estado con el hampa y los carteles de la droga. En Brasil, así sea brutal, también es una reacción frente a los criminales. En Ucrania difiere por entero de Colombia y México y Brasil, pues es el germen de un levantamiento político frente a la abdicación del gobierno ante una potencia vecina que la mayoría del pueblo desaprueba.

En todos, es evidente, hay un denominador común: la reacción popular frente a un Estado indolente o incluso cómplice de los violentos, que no asegura a los ciudadanos el elemento básico de la protección de su vida, honra y bienes. Y aunque lo deseable es abogar por el imperio de la ley, por el monopolio de la fuerza por parte del Estado, y el rechazo a tomar la justicia los particulares en sus manos, una cosa son los preceptos y otra la realidad.

Pero no, lo anterior no es todo. Mi recuento de casos cojea. Falta uno trascendental. El de Venezuela. Que se sale de los moldes anteriores. Allí han proliferado, con apoyo absoluto del régimen, innumerables grupos paramilitares, fuertemente armados, agresivos, entrenados, que obedecen al afán de atemorizar a la población y a los contrarios al gobierno y de ser el brazo armado de la corriente política que ha doblegado al vecino país.

Aquí es a la inversa: son creación del Estado para imponer su yugo y apabullar a la población y cualquier disidencia política. Como el grupo que se denomina “Tupamaros”, uno de los más conocidos, son bandas pavorosas, cuyos integrantes actúan encapuchados, motorizados y armados hasta los dientes. Está probado, como ocurrió ayer frente a la inmensa movilización popular contra el chavismo, y como quedó registrado en testimonios gráficos irrefutables, que  están aleccionados y entrenados para matar sin consideración y aplastar cualquier brote de descontento en Venezuela.

Retomando el hilo de mi argumentación, y basado en los otros casos, recurro al interrogante descarnado que nos tira a la cara Humberto Montero: “Estos movimientos responden a la desesperación de la población civil ante la ausencia, inacción y, en ocasiones, complicidad del Estado y de sus representantes armados para combatir el crimen”, ya lo sabemos. Pero va más allá: “Les confieso que siempre he defendido que la legitimidad del uso de la violencia debe quedar en manos del Estado, bajo el estricto amparo de la Ley. Lo contrario, provoca excesos, errores que acaban con las vidas de inocentes y nos retrotrae a las cavernas. Al salvaje oeste. Pero, ¿qué hacer cuando el Estado está narcotizado por el mal? ¿Es legítimo el derecho a la autodefensa cuando hemos sido abandonados a nuestra suerte, a merced de asesinos, bandidos y maleantes?”

Graves cuestiones que no es fácil absolver. Una cosa es repetir la tonadilla civilista en los medios o en la cátedra, y otra distinta estar sometido al imperio de los canallas que nada respetan y que se sienten estimulados por la inacción o amparo de las autoridades. Y las respuestas no son fáciles. Hay que estar metido en el cuero del ciudadano indefenso, apabullado, amenazado, agredido, que no encuentra quien lo rescate ni haga respetar sus derechos, para entender esas reacciones defensivas, a veces brutales, primarias sí pero casi que inevitables.

Colombia vivió su capítulo de las autodefensas. Dígase lo que se diga en cuanto al proceso que se cumplió para su desmonte, así supervivan y se reciclen pequeños sectores de las mismas –como ocurre en la mayoría de los conflictos-, el fenómeno del paramilitarismo es una etapa superada por el país. Lo que sí está latente, vivo, sangrante, es la persistencia del accionar de la guerrilla narcoterrorista. Que es la talanquera que el país quiere superar para buscar una anhelada era de tranquilidad y sosiego.

Pero cuyo desenlace –el de los diálogos para acordar la “paz”- despierta fundadas inquietudes. La experiencia del desmonte del paramilitarismo ha sido aprovechada exactamente al contrario, en cuanto a las fortalezas y debilidades que tuvo. Mientras en la Ley de Justicia y Paz no se contempló impunidad y todos los autores de crímenes atroces han pagado cárcel, ahora se pretende que los guerrilleros no se sujeten a la misma exigencia. Cuando aquella ley no permitió la elegibilidad de los incursos en delitos execrables, ahora se busca eximir a los guerrilleros del mismo tratamiento. Eso en cuanto a las fortalezas. Pero si la ley fue débil en cuanto ser expedita en juzgar y condenar a todos los criminales involucrados, y a las exigencias de confesar la verdad y reparar a las víctimas por parte de éstos, lo que solo se ha conseguido en parte, las alternativas actuales no se dirigen a corregir estas falencias sino a ahondar esos vacíos. “Jerarquizar” los casos, para investigar solo algunos como pantalla, se propone ahora, para no caer dizque en la vana pretensión de investigarlos a todos para solo condenar algunos, como ha sido hasta el momento.

La otra gran inquietud reside en el narcotráfico, tema que ahora se discute en La Habana. ¿Habrá el compromiso de desmontar el cartel más grande del mundo, como son las Farc? ¿Entregarán rutas, cultivos, finanzas, caletas, laboratorios, etc.? No lo creemos. Seguramente habrá un pacto deletéreo, adornado con los oropeles que tanto gustan De La Calle y Timochenko, con sustitución “voluntaria” de cultivos, libertad de usos medicinales de la coca, tratamiento del consumo como problema de salud pública, defensa del medio ambiente, ayuda a las comunidades involucradas en su cosecha, y organización y manejo autónomo de las regiones, asiento de las “zonas de reserva campesina”. Y nadie va a pagar por este delito transnacional tan grave. Gran andamiaje para que, en las palabras de Lampedusa, todo cambie para que todo siga igual. Así iremos forjando un estado narco-castro-chavista, en plata blanca.

Y vuelvo a lo de las autodefensas para rematar. Coincidencias de la vida de nuevo. Hablaba con un buen amigo alrededor del asunto en estos días, cuando me asaltó con una pregunta de parecido tenor a la de Montero, luego de observar que a Colombia se la lleva a un estado de indefensión y sometimiento a unas bandas narcoterroristas: ¿Será que el país aceptará mansamente que se lo lleve al matadero?

La verdadera reflexión para los colombianos, en cuanto a lo que está sucediendo en otros países, y la entrega vergonzosa de nuestra soberanía que se trama bajo el manto de la “paz”, reside ahí. Una paz con impunidad, con elegibilidad para los criminales, pasando de agache ante el narcotráfico del mayor cartel del orbe, que nos coloque ad portas de ser intimidados y apabullados por hordas al estilo de los paramilitares chavistas, no puede sino ser el engendro de nuevas violencias.

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