Cárceles decorosas, no impunidad

Durante los dos periodos de Álvaro Uribe se construyeron diez nuevas cárceles con capacidad para 22.000 reclusos, lo que redujo el hacinamiento carcelario a un 4%, pero el gobierno de Santos, en tres años, no ha puesto un ladrillo, y gracias a esa negligencia el hacinamiento alcanzó ya el 58% (datos de Alfredo Rangel).

Ante la magnitud de la crisis, el Gobierno ha preferido soluciones facilistas como la de soltar a 9.000 criminales que no han cumplido su condena. Nos dicen que se trata de pequeños delincuentes que han ido a parar a las cárceles por robos de menor cuantía, como hurtarse un cubo de caldo de gallina en un supermercado; ‘pequeñas causas’, según el argot judicial, pero eso es palabrería.

En un país con altos índices de delincuencia y casos de criminalidad tan aberrantes, se requiere de ‘méritos’ y ‘perseverancia’ para ser condenado en medio de una impunidad rampante. Muchos de estos presos, que parecen tan inocentes, han reincidido una y otra vez, pero solo han sido condenados a penas cortas por delitos menores. Son pequeños Al Capones que a pesar de tener muchos crímenes a cuestas terminan presos por minucias, incluso por cosas que pueden parecer banales como la falta del aporte alimentario de un hijo.

Por experiencias pasadas sabemos que esta no es la solución ideal. Se incrementarán esos casos absurdos como que a un marido maltratador o a un papá violador le den casa por cárcel bajo el mismo techo de su víctima, o que le concedan esa figura de reclusión a peligrosos sicarios como el que fue beneficiado hace unos días con el falso recurso de ser ‘padre cabeza de familia’.

Muchos expertos sedicentes atribuyen el caos del hacinamiento carcelario a un supuesto estado de ‘populismo punitivo’ que se estaría viviendo en el país. Arguyen que últimamente se quiere castigar todo lo que se considera malo, con penas privativas de la libertad, cuando estas —dicen ellos— solo deberían implementarse en los casos donde no hay más remedio. Y hasta puntualizan que si la cárcel no sirve para resocializar al delincuente, no se debería emplear ese castigo.

Obviamente, esa es una posición defendida por gentes de izquierda que la encuentran sumamente conveniente para agudizar las contradicciones, como reza el marxismo. Pero cuando la izquierda gobierna ahí sí que las cárceles son convertidas en instrumentos imprescindibles de control y represión, sin que se le dé la menor importancia al respeto por los derechos humanos.

Eso, claro, no quiere decir que estos deban pisotearse, todo lo contrario. Sin embargo, la solución al hacinamiento carcelario no es liberar forajidos ni dejar de penalizar conductas que zahieren a la sociedad sino la de ofrecer condiciones dignas de reclusión, tarea en la que el presente gobierno ha sido un fracaso.

Tener decenas de personas arrumadas en un corredor o un baño, como si fuera un galpón de cría de pollos o una marranera llena de cerditos, no solo es algo inhumano e indigno sino que debería constituir causa disciplinaria en contra de toda una serie de funcionarios del Presidente para abajo. Seamos honrados: si el desacertado manejo de las basuras en Bogotá es causa suficiente para destituir a Petro, esto es bastante peor.

Hay que aceptar que la criminalidad no se va a reducir de la noche a la mañana y que a medida que crece la población, crece también el número de delincuentes. Además, no hay peor negocio que favorecer la impunidad teniendo a los criminales en la calle, y la justicia con resocialización requiere condiciones de reclusión estrictas pero decorosas.

Nuestras cárceles son degradantes, pero es inadmisible que la solución sea perdonar condenas y eliminar tipos penales porque eso nos devolvería al estado de naturaleza, donde prima la ley del más fuerte. Si el Estado (con mayúscula) no cumple su papel, a los ciudadanos no les queda otra alternativa que defenderse por su cuenta, porque a nadie se le puede pedir que se quede manicruzado cuando lo vayan a robar, violar o matar.

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