La derrota de la democracia

Nuestro sistema privilegia mucho más a los partidos que a los ciudadanos. Las sentencias judiciales valen más que los votos electorales. Los poderes públicos siguen desequilibrados.

Mi gratitud al Club de Periodistas, que me honra; a Excélsior, que me hospeda; y a mis lectores, que me inspiran.

Para que haya democracia se requiere que haya demócratas. Los demócratas son el insumo insustituible de todo sistema democrático.  Nuestro sistema se parece en mucho a una democracia. Pero nos vemos al espejo y aparece que no todos la entendemos ni la comprendemos. Muchos la ven como un sistema de gobierno. Otros más, la conciben como una ideología política. Por último, hay quienes la perciben como una posición filosófica ante la vida. Y resulta que todos ellos tienen la razón. La democracia es un sistema de funcionamiento de los órganos del poder público, es postulado de convivencia colectiva y es estilo de comportamiento.

Para el ejercicio de la democracia, los sistemas y las instituciones se han adaptado con mayor agilidad que los espíritus y las preferencias. Por eso es que la democracia no puede concebirse como ejercicio real y perdurable en ausencia de demócratas. Por eso, ésta no se nos ha dado a plenitud. Nuestro sistema privilegia mucho más a los partidos que a los ciudadanos. Las sentencias judiciales valen más que los votos electorales. Los poderes públicos siguen desequilibrados. Y la mercadotecnia ha prevalecido sobre la propuesta ideológica o funcional.

Desde luego, yo soy de los que creo que la democracia mexicana es, en mucho, superior a la de algunos países que más presumen de politizados o de desarrollados. La democracia mexicana de hoy es casi de excelencia, sufragísticamente hablando, aunque muy poco de ello se debe a las autoridades y a los partidos.

Sin embargo, eso no la hace perfecta. La realidad mexicana ha configurado un tripartidismo muy equilibrado que produce victorias electorales sin contar con la mayoría absoluta de los electores. Casi todos los alcaldes, los diputados, los senadores, los gobernadores y los tres últimos presidentes han sido electos sin contar con la mayoría de los votos. Es una paradoja de la democracia mexicana el que instale gobiernos de minoría y no de mayoría. Una minuscracia en lugar de una democracia.

Por otra parte, las posibilidades de una democracia participativa que viniera a completar a la representativa se encuentran cada día más lejanas. Primero, porque los sistemas tradicionales de plebiscito, referéndum o revocación de mandato, son muy limitados y muy alejados de la incorporación ciudadana. Además, porque la democracia participativa ha demostrado su eficacia para pequeñas comunidades, pero no para países tan grandes con más de cien millones de habitantes.

Una segunda imperfección es que se ha entronizado una partidocracia que ha desplazado a la participación libre de los ciudadanos. Aunque es muy duro decirlo, estamos viviendo tiempos en los que muchos ciudadanos piensan que los partidos son organizaciones desleales, mentirosas, ambiciosas, onerosas, deshonestas, tramposas, convenencieras, indolentes e innecesarias. Que ellos son los culpables de la perturbación del quehacer público y de la contaminación del ejercicio político.

Por último, la democracia es, sin más rodeos, una nicecracia. Niké, victoria. Nuestra democracia, como la de casi todas las naciones, no instala un gobierno de las mayorías sino tan sólo un gobierno de los vencedores. La fórmula de la democracia representativa agota el poder del ciudadano en la mera jornada electoral. El poder político ciudadano tan sólo sirve para elegir, pero no sirve para gobernar.

Habrá quien me repele arguyendo que el elegido queda convertido en nuestro mandatario y que tendrá que sujetarse a nuestra voluntad para el ejercicio de su encargo. Pero creo que esta es una fantasía que no resistiría el menor análisis de realismo. Porque es precisamente nuestra democracia, más que la de otros regímenes, la que más se aleja de tal ensoñación.

Lo digo porque todas nuestras fórmulas de gobierno están desvinculadas de la voluntad o del deseo popular. Hasta la no reelección de legisladores, alcaldes, gobernadores o presidentes está diseñada para que éstos actúen sin preocupación ni atención por el gusto ciudadano.

Es por todo eso que nuestra democracia atraviesa por tiempos de derrota. Una de las mejores pruebas que tengo de lo que digo es la recién expedida Ley Federal de Consulta Popular. Este instrumento es la prótesis de la democracia mexicana. Es el reconocimiento oficial de que nuestro pueblo ya no cree en sus órganos de representación electos en las urnas. Que se ha hecho necesario que se abra el “ágora” para que los ciudadanos sean escuchados y puedan imponer su voluntad sobre gobernantes que no los atienden y que no los complacen.

Pero resulta, como paradoja, que esta nueva ley acarrea una nueva derrota. Primero, porque judicializa la esencia de la consulta popular y la deposita en las manos de tan sólo 11 ciudadanos ni siquiera electos: los ministros de la Suprema Corte, y segundo, porque confiere resultados obligatorios con que tan sólo se exprese 40% de los ciudadanos, y éstos resuelvan por mayoría. Es decir, 21% de los ciudadanos pueden imponer su voluntad a todos nosotros.

*Abogado y político. Presidente de la Academia Nacional, A. C.

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Twitter: @jeromeroapis

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