La tentación populista

Del latín stare (mantenerse parado), el concepto de Estado está asociado con la estabilidad.

Y por estabilidad debemos entender no sólo el mantenimiento del orden —que es una de las funciones del Estado— sino la conciliación de intereses de los diferentes grupos de población, así como la generación y preservación de símbolos que favorezcan la cohesión social.

Hace rato que en Europa el Estado está en crisis. El desempleo, el temor a los migrantes y la pérdida de tradiciones y valores, aunados a una insatisfacción con el desempeño de los partidos históricos, la rendición de cuentas de los gobiernos y el aumento de la desigualdad, han llevado al viejo continente a una situación de ansiedad.

Esto, sin duda, se reflejará dramáticamente en las elecciones para el Parlamento europeo, que comenzaron ayer en Gran Bretaña y los Países Bajos y continuará de aquí al domingo en el resto de las naciones miembros de la Unión Europea (UE).

Los comicios para elegir a los 751 diputados de la VIII Legislatura en Estrasburgo seguramente serán marcados por una alta votación a favor de los partidos populistas y euroescépticos.

Éstos han capturado ya importantes posiciones en diferentes países y parecen estar al alza en la simpatía de los electores a lo largo de la UE (con la excepción de España y Portugal).

Organizaciones como el Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP), el Frente Nacional francés, el Partido por la Libertad holandés (PPV), el Ataka búlgaro, el Partido del Pueblo Danés (DF), la Alianza Cívica húngara, la Nueva Alianza Flamenca de Bélgica (NVA) y el Movimiento para una Mejor Hungría (Jobbik), entre otras, esperaban capturar juntas hasta una cuarta parte de los escaños en la Eurocámara.

Su agenda: frenar la llegada de inmigrantes y refugiados, reconstruir la soberanía de los países de la UE arrebatando funciones a Bruselas y capitalizar el descontento social con la élite política.

Al momento de escribir estas líneas, las casillas acababan de cerrar en Gran Bretaña —donde se eligió a 73 eurodiputados— y algunas encuestas de salida  preveían que el UKIP, del polémico político ultraderechista Nigel Farage, habría obtenido 24 escaños, nueve más que en la última elección.

El líder del UKIP se ha dado a conocer por hacer afirmaciones racistas, como que no le gustaría que un grupo de rumanos se mudaran a su vecindario, así como por proponer la salida de su país de la UE.

Otro que pelea abiertamente contra “el monstruo de Bruselas” es el populista holandés Geert Wilders, quien, además, se ha expresado de manera tan radical contra los migrantes musulmanes que ha provocado tensiones en las escuelas con alumnos de origen marroquí.

El PPV, el partido de Wilders, encabezaba las encuestas en los Países Bajos, cuyos ciudadanos también fueron ayer a las urnas para elegir 26 diputados de la Eurocámara.

Las organizaciones populistas han anunciado que formarán un grupo parlamentario en Estrasburgo: la Alianza Europea para la Libertad.

Esta seguramente quedará en minoría frente a los bloques tradicionales de centroizquierda y centroderecha en el Parlamento, pero se espera que el crecimiento de los populistas y euroescépticos logre meter freno en ciertas políticas como la migración.

Eso ya se ha visto en Francia, donde el avance del Frente Nacional ha forzado al gobierno socialista a variar su discurso sobre los migrantes.

Si bien es muy probable que las diferencias que existen entre los partidos populistas —cuyos perfiles ideológicos varían de la extrema derecha a la izquierda— impidan una mayor acción conjunta, el mensaje de los votantes europeos ya es muy claro: hay una insatisfacción con los políticos tradicionales y las instituciones por no garantizar lo que se espera de ellos.

Es un mensaje que tiene referentes de este lado del Atlántico. La irrupción de políticos como el desaparecido Hugo Chávez no se explicarían sin el ensimismamiento y la descomposición de las élites.

En México debiéramos escucharlo también. Para que los votantes no caigan en la tentación populista, los partidos tradicionales tienen que meter reversa a la voracidad con la que actúan y encontrar la manera de resolver los problemas que más aquejan a la población desde hace más de una década: la ausencia de seguridad pública y el raquítico crecimiento de la economía.

El populismo —que en Europa se ha colocado últimamente a la derecha y en Latinoamérica, a la izquierda— dice lo que muchos votantes descontentos quieren escuchar: los problemas son culpa de ciertos individuos, a los que hay que marginar o aniquilar, y de las instituciones, a las que hay que sustituir por el voluntarismo.

Sus soluciones mágicas han llevado al fracaso a países como Venezuela, pero ¿cómo refutarlas donde no han sido probadas?

La única manera es devolver la eficacia al Estado y erradicar los márgenes de discrecionalidad que permiten a los políticos incurrir en la corrupción y el patrimonialismo.

Para evitar la tentación populista, hay que poner el servicio público en el centro de la actuación de funcionarios y representantes.

Asimismo, hay que dejar de jugar con las leyes y entender que el avance de la desigualdad requiere de medidas paliativas urgentes, a nivel legislativo y de políticas públicas, pues de otro modo la brecha que separa a pobres y a ricos se volverá en unos años un hoyo negro en el que podríamos precipitarnos todos.

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