¡COLOMBIA! ¡COLOMBIA!

Vaya uno a saber si por invencible mala fe o por simple despiste, se le ocurrió a un editorialista la genial idea de que los colombianos podríamos unirnos alrededor de la emoción que nos despiertan nuestros jugadores en el campeonato mundial que se juega en Brasil. Pues no. No “podríamos” unirnos por la potísima razón de que estamos unidos hace rato. Ese orgullo que nos brota del corazón, ese grito que sale de nuestras gargantas, esa colectiva confianza en nuestra victoria, esa admiración por nuestros jóvenes héroes, que expresamos sin distingos religiosos, políticos o raciales, solo indican nuestra plena unidad en el amor que sentimos por la Patria común.

Algún ambicioso en plan de hacer política barata intentó dividirnos entre los amigos de la paz y los amigos de la guerra. Una imbecilidad parecida no se escuchó nunca, porque no han nacido los enemigos de la paz, o del amor, o de la salud, o de la riqueza. Lo que no quiere decir que falten los que practiquen las antítesis, y que sean predicadores del odio, o se roben los recursos de los hospitales, o pongan bombas o se comporten como patanes. Todo valor vale porque siempre es posible el disvalor que lo justifica. Es el principio de su polaridad. ¡Pero para filosofía estamos!

Así que no cabe la amistad con la guerra sino en almas tan enfermas como la de Nietzche, uno de los hombres más inteligentes y diabólicos que vio la luz del sol. Otra cosa es cómo evitarla. Pues ahí sí nos separamos de la cantilena oficial. Porque siendo la paz susceptible de ser herida por la fuerza de la violencia, el Estado debe armarse de la fuerza de la justicia para sostenerla. Así nacen la policía, los ejércitos y los jueces. El Derecho necesita a su servicio de una fuerza suficiente para mantenerlo y restablecerlo cuando fuere violado. Lo que no excluye las garantías sociales, como se llaman, como la educación, la igualdad, la prosperidad o la convicción para mantener el orden sin necesidad de acudir a su extrema ratio, es decir, a la fuerza legítima que hace posible la convivencia.

Un buen ejemplo nos ilustra. Hace unas horas, esos salvajes de las FARC o del ELN, que son lo mismo con brazalete distinto, detonaron dos cilindros  en Arauca, en un sitio donde los fieles se preparaban para la Santa Misa. Trece heridos, el cura oficiante incluido, dejaron las bombas. ¿Alguien puede estar de acuerdo con esa atrocidad? Nadie, estamos seguros. Lo que cabe preguntar es cómo se trata una brutalidad de esa especie.

Por supuesto, condenando el ataque y enseguida, reaccionando vigorosamente para castigarlo, porque merece el más severo rigor, y luego para impedir que pueda repetirse. Pues a algunos se les ocurre que no. Que lo que se precisa es un buen tinto, o años de tinto, para que los salvajes que así obran se “reconcilien” con sus víctimas. Dándoles de añadido unas cuantas curules en el Congreso, impunidad total y celebridad garantizada.

Lo de Arauca no se menciona en los diarios de la mermelada. Sería demasiado castigo para los que se quiere atraer al redil de la paz. El mundo entero está atónito ante tanta barbarie. Y nosotros clamamos justicia y pedimos castigo. Con la venia de nuestros plenipotenciarios en Cuba y de nuestro Presidente en la Casa de Nariño. Ya viene el partido contra Brasil. Y volveremos a gritar, todos unidos,  ¡Viva Colombia!

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