De la mano del padre

En Egipto no hay ahora contrincantes políticos. El poder ha diezmado a las fuerzas opositoras.

El mariscal Abdel Fatah Al Sisi, jefe de las fuerzas armadas de Egipto, ha ganado la presidencia por el 97 por ciento de los votos en las elecciones convocadas tras el golpe de Estado que él mismo encabezó en el 2013. En una comparecencia de campaña con editores de medios de comunicación dijo sin rubor: “Ustedes suelen escribir en sus periódicos que ninguna otra voz es más fuerte que la de la libertad de expresión. ¿Qué significa eso? Que millones de egipcios no pueden ganarse la vida a causa de las continuas manifestaciones en las calles, que son un factor de inestabilidad”. Por estas latitudes también solemos escuchar lo mismo.

Si uno devuelve la película unos pocos años atrás, encontrará que esas manifestaciones en las calles no fueron otra cosa que el ariete frontal de la primavera árabe en Egipto y otros países vecinos, que hizo creer al mundo que, por fin, llegaba la democracia, tantas veces postergada, con elecciones libres, constituciones democráticas y participación ciudadana.

El nuevo caudillo egipcio es joven, de modo que su turno se anuncia largo. A los mismos editores de medios les dijo también: “Con frecuencia citamos como ejemplo los modelos de democracias occidentales que se han estabilizado después de siglos. Aquí tendrán que pasar 20 o 25 años antes de que alcancemos un nivel completo de democracia”. También por estas latitudes oímos cosas parecidas.

Esta idea de que la democracia no se conseguirá sino tras un largo plazo de maduración, durante el cual el autoritarismo hará las veces de nodriza para enseñar a los pueblos a dar sus primeros pasos antes de que aprendan a caminar solos, es hija del viejo cinismo inveterado en el que son maestros los caudillos, que llegan para quedarse para siempre. Unas veces el pretexto es librar al país de los extremismos, como en el caso de Egipto. Otras, de las asechanzas del capitalismo, como en América Latina.

Al Sisi decidió que los ciudadanos se habían equivocado al elegir un gobierno peligroso, y como aún no saben caminar por sí mismos, les ofreció llevarlos de la mano hasta que llegue el día en que estén preparados para jugar el juego de la democracia, lejos de cualquier riesgo. Para eso están los padres amorosos.

Quedarse en la presidencia, ser reelegido; si no, el país será destruido por sus enemigos. Allá son los Hermanos Musulmanes; aquí, los vendepatria, los neoliberales. Evo Morales, quien llegó al gobierno en el año 2005, va a ser reelegido este año por tercera vez, hasta el 2020. Seguirá en el poder porque “la unidad en Bolivia es sepultura para los neoliberales”, que en los gobiernos anteriores “regalaron a Bolivia al imperio”.

Por su parte, el presidente Correa, en el poder desde el año 2006, se prepara para modificar la Constitución de Ecuador, de modo que permita su reelección indefinida, “ya que hay una restauración conservadora en marcha” y “vienen tiempos duros para la revolución ciudadana”. Y no falta en sus palabras un toque mesiánico de tono sentimental: “Entiendo bien que mi vida ya no es mía: es de mi pueblo y de mi patria y estaré donde me exija el momento histórico”. Había dicho que no seguiría adelante, porque su familia lo reclamaba, pero no tiene más remedio que responder al llamado de la historia: “En lo personal, creo que es mi deber revisar la sincera decisión de no lanzarme a la reelección, porque tengo la responsabilidad de garantizar que este proceso sea irreversible”.

‘Irreversible’ es una palabra clave. En Egipto no hay ahora contrincantes políticos. Tampoco los hay que valgan la pena en Bolivia, Ecuador o Nicaragua, porque la fuerza del poder, que busca ser total, ha diezmado a las fuerzas opositoras. Y detrás de todo, surge la grave sospecha de que la democracia no es para mañana, es para nunca. El niño no crecerá nunca, y necesitará siempre de la mano del padre para poder andar.

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