Se necesitan hechos, no solo anuncios.

La meta del nuevo cuatrienio Santos debería ser la restructuración del modelo social y económico y para lograrlo tendrá que dinamizar la expansión económica.

Independientemente de cualquier sesgo ideológico o inclinación política que se tenga, es claro que en Colombia saber ganar o perder en cualquier contienda electoral implica aceptar la corrupción, admitir la imposibilidad de combatirla y convivir con ella.

Los extravagantes resultados electorales en algunos departamentos de la Costa Caribe así lo demuestran, al punto que no solo permitieron la victoria del presidente, sino que le evitaron una vergonzosa derrota dadas las ventajas que tenía.

Pero al final no ganó el presidente; ganó el miedo, la intimidación que produce una supuesta guerra, los estímulos, el derroche, las prebendas, las componendas, Samper, los Ñoños, Teodora, Timochenko, Petro y principalmente, los violentos. Perdió la gobernabilidad y con ella, muchísimos colombianos que creyeron ganar cayendo en la trampa de una paz incierta.

Es claro que cerca de siete millones de ciudadanos no creen en el presidente y rechazaron su reelección, máxime, la forma en que la obtuvo. Ojalá que en este segundo mandato el presidente sea capaz de estructurar y ejecutar una agenda de Gobierno y una legislativa seria y coherente que ataque el origen de los problemas y no solo sus efectos y consecuencias.

La meta del nuevo cuatrienio Santos, debería ser la restructuración del modelo social y económico, y para lograrlo será requisito, esta vez sí, promover reformas estructurales orientadas a dinamizar la expansión económica, el progreso social, la generación de empleo y el aumento del ingreso en los sectores más pobres.

Respetando con celo la iniciativa y la propiedad privada, el Gobierno debe detener la creciente concentración de la riqueza y mejorar la redistribución de ella para lograr construir una sociedad más incluyente e igualitaria, que consolide la democracia y evite aventuras populistas como las que están asolando el hemisferio y cuyos efectos regresivos o retardatarios abruman.

Reducir la brecha social es urgente y no da espera, pero hacerlo otorgando bajo apremio subsidios y subvenciones que aumentan el déficit fiscal, es peligroso e irresponsable. El camino es disminuir impuestos, priorizar inversiones, racionalizar gasto, estimular empleo y nivelar ingresos para reducir diferencias. Acabar definitivamente con los impuestos a la nómina, el consumo básico y las transacciones financieras, es generar inversión, demanda y trabajo.

Es claro que en materia fiscal, la reforma tributaria impuesta por el Gobierno es amorfa, repentista y profundiza la desigualdad; encarece el consumo, desestimula el crecimiento, premia el capital y castiga el trabajo. Disminuir el IVA en artículos suntuarios para aumentarlo a los básicos, es irracional. Por eso el Gobierno debe trabajar en una reforma fiscal inspirada en equidad, que abone a la abultada deuda social, en donde los impuestos sean proporcionados y progresivos al ingreso, y exonerados de su cobro, la canasta familiar, la salud, la educación, la vivienda, el transporte y los servicios públicos domiciliarios.

Paralelamente se deben racionalizar las tasas de intermediación financiera y de una vez por todas frenar los abusivos costos de los servicios bancarios, así como detener la escalada especulativa del sector de la construcción que desestimula la demanda y encarece el endeudamiento.

Ojalá que el Presidente modifique su agenda, y la ocupe más en trabajo y menos en viajes y actos sociales.

En Twitter: @rrjaraba

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