El día que fuimos alemanes

Podría haberse dedicado en su tiempo libre a cualquier cosa: a la creación de maquetas, al noble arte de la ebanistería o a la práctica de la filatelia pero, miren ustedes por donde, se dedicó a la siempre difícil tarea del arbitraje. Se llama Carlos Velasco y, para vergüenza de la madre patria, es español. En 2004 obtuvo la escarapela FIFA y desde ahí, con fama de sumiso al sistema, no ha hecho más que crecer en su actividad deportiva. Primero fue la Eurocopa y luego el mundial.

Ha pasado ya un tiempo prudencial, sin la resaca de los ardores pasionales, desde que se jugó el partido en el que Colombia se despidió del mundial. Y lo cierto es que, con ardores o sin ellos, la actuación del árbitro no deja lugar a dudas. Incurrió en lo único en lo que no puede incurrir alguien que desempeña esa actividad: Fue parcial. Se podría pensar que es una apreciación subjetiva y que, como casi todo en el fútbol, es opinable. Sinceramente, no lo creo. Carlos Velasco no incurrió en ningún error ni en ninguna equivocación. Su actuación fue perfecta. Los juristas dirían que dolosa: Supo lo que hacía y quería hacerlo.

Para ello, en todo lo que el reglamento FIFA le daba un cierto grado de subjetividad, se decantó sistemáticamente por Brasil. Brasil fue a reventar las piernas de los colombianos sin que las tarjetas amarillas existieran. Y ello que el reglamento señala que cuando haya reiteración de faltas sobre un jugador el infractor será sancionado con dicha tarjeta. Las cinco patadas sobre James Rodríguez, por poner el ejemplo más exponencial, no fueron suficientes. No obstante, bastó una patada del colombiano para que éste fuera acreedor de una. Pero el madrileño también fue hábil. En lo que no le daba margen el reglamento, hizo lo que le tocó: El penalti. En definitiva, Carlos Velasco, como se cuenta en la prensa y en los mentideros españoles, siempre apegado al sistema, hizo lo que FIFA ordenó. Favorecer al local por las implicaciones sociales y económicas que una expulsión de Brasil tendría. De ahí, la felicitación pública.

Y este fue el peor error que la FIFA pudo cometer en sus abyectos intereses. La felicitación generó una tormenta de indignación en todos y cada uno de los que amamos este país pero también de casi todos los aficionados al fútbol medianamente objetivos. La consecuencia fue directa: todos los ojos se centraron en la actuación del árbitro mexicano del Brasil-Alemania. Con todo, justicia divina, y a pesar de ser un tanto restrictivo con las faltas sabiendo que su actuación estaba siendo seguida con lupa, los alemanes comenzaron a meter goles y pronto quedó claro que aquello era una debacle futbolística para Brasil. El famoso “Maracanazo” se quedó en una anécdota frente al “Mineiraonazo”. La lección no se la dieron a Brasil. Se la dieron al juego sucio y a la mafia de la FIFA que Pepe Mújica, el presidente uruguayo, denunciara por razones equivocadas.

Y se los juro por lo que ustedes quieran. Los alemanes podrán tener fama de serios pero nunca sentí tanta simpatía por esa gente como el día del partido. Y no debí ser el único. Ese día fue histórico. Aquel día, contaremos en el futuro, volvió a renacer nuestro realismo mágico. Por un día, todos los colombianos fuimos.

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