¿A quién oír?

Las exigencias de las Farc generan una inquietud que en torno a ellas invade a la gran mayoría de los colombianos.

No nos engañemos. El discurso de posesión del presidente Santos debió de ser muy bien recibido por los altos dignatarios y demás invitados internacionales. Y no es para menos. Paz, equidad y educación, sus tres pilares para el segundo mandato, suscitan entre los visitantes una cálida y unánime aprobación. No cabe en ellos duda alguna de que son proyectos en marcha.

La prueba es el proceso de paz, que para ellos viene adelantándose con éxito. Esperan que en pocos meses, como lo anunció el propio Santos, se pondrá fin a un conflicto armado que ha ensangrentado el país por más de 50 años. Y si a esta realidad se agrega la promesa de invertir en educación más recursos que en seguridad, deben verse como muy promisorios los caminos que se le abren a Colombia.

Ahora bien, si las delegaciones internacionales que el 7 de agosto llenaron la plaza Núñez hubiesen tenido oportunidad de conocer las exigencias de las Farc, muy seguramente compartirían la inquietud que en torno a ellas invade a la gran mayoría de los colombianos.

No serían pocas las sorpresas que se llevarían escuchando las palabras de un ‘Timochenko’ o de un ‘Iván Márquez’. Con la relevancia que les da ser vistos hoy como actores de un conflicto armado y no como jefes de una organización terrorista, rechazan sanciones penales y en todo caso esperan que las culpas queden repartidas por igual entre ellos, las Fuerzas Armadas y los paramilitares. “Hemos sido víctimas y no victimarios”, les oirán decir. Los secuestros son calificados por ellos como retenciones propias del conflicto. Aceptan la llamada púdicamente desactivación de las armas, pero no su entrega.

Desde luego, esperan ser reconocidos tras la firma del acuerdo de paz como fuerza política, pero bajo condiciones muy especiales. Su presencia en el Congreso no estaría determinada por los votos que recibieran en una elección popular, sino por cuotas básicas que de antemano les quedarían asignadas. A ellas se sumarían las que solicitan para las llamadas zonas de reserva campesina, presentándolas como expresión popular independiente, cuando en realidad están bajo su control y dominio. También esperan que se les adjudiquen espacios propios en radio y televisión.

Además, a fin de ser vistas como un real movimiento insurgente, han impuesto una revisión de nuestra memoria histórica, desde los más remotos tiempos, con el fin de justificar su lucha armada.

Si conocieran tales exigencias, les parecería imposible a los observadores extranjeros esperar que los diálogos de La Habana terminen pronto. ¿Cuánto van a durar? Las Farc no tienen prisa. Sus representantes se sienten muy a sus anchas en Cuba. Entre tanto, para demostrar en Colombia su fuerza y su presencia, realizan atentados a oleoductos, puentes, torres de energía, además de directas acciones terroristas contra la población civil. ¿Será tenida en cuenta por las Farc la advertencia del presidente Santos de suspender los diálogos si tales acciones continúan? Quién sabe. Frentes suyos como los del Putumayo suelen actuar con arisca autonomía.

El desenlace del proceso de paz suscita en Colombia grandes temores. Las exigencias de las Farc pueden terminar siendo aceptadas mediante hábiles subterfugios. Por ejemplo, en vez de pagar cárcel por sus crímenes bien podrían hacer trabajos sociales. Regiones enteras del país quedarían bajo su dominio con la máscara de zonas de reserva campesina. No hay duda de que jefes suyos en apartadas regiones continuarían beneficiándose con el narcotráfico y la minería ilegal. De ser así, tendríamos lo que bien llama Mauricio Vargas una paz de papel.

¿Estará dispuesto Santos a conjurar tales peligros o los dejará de lado a fin de exhibir ante el mundo un acuerdo de paz? Es un riesgo. Como sea, el primero de sus tres pilares tiene la peligrosa fragilidad de un cristal.

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