Cazando peleas inútiles

El tan anunciado debate de Cepeda contra Uribe tenía que abortarse por impropio. Mal podía el Senado autorizarlo, pues el medio intentado para adelantarlo a todas luces era inédito e irregular. Si un congresista quiere debatir con otro no tiene por qué pedir permiso, fijando fecha y con temario aprobado por la corporación a que pertenecen ambos. Puede hacerlo cuando guste, exponiéndose desde luego a que el otro le conteste o no, según su albedrío y talante. Pero en ningún caso se trata de un juicio solemne en que uno hace de fiscal y el otro de acusado. Y menos de una citación ministerial, de esas que son de la esencia del Parlamento, en la que se llama al ministro glosado a que comparezca y responda por las faltas que se le atribuyen, con cuestionario previamente adoptado.

Los duelos y cruces usuales entre los congresistas se dan sin mayores requisitos o formalismos. Tal es la costumbre, que de violentarse, se estaría desvirtuando la índole misma de las cámaras como escenario para la controversia entre los partidos, o entre sus voceros cuando entre ellos hay cuentas pendientes, antipatías personales, vanidades encontradas, o bien cuando lo que ronda es el simple narcisismo, o megalomanía. A propósito de lo cual y solo por contrastar lo digo, podrían los historiadores recordar debates memorables, como los que libraron en su momento (irrepetible en nuestros días) Rojas Garrido y José Ignacio de Márquez, o Ñito Restrepo y el poeta Guillermo Valencia luego, o Laureano Gómez versus Marco Fidel Suarez, y versus Olaya Herrera más tarde.

Yo me pregunto ¿ cuántos magnicidios como el de Uribe Uribe, Gaitán, Galán, y otros personajes de su talla, no se han evitado gracias precisamente a que las banderías y sus portavoces se entremezclan y alternan en el Capitolio para ventilar sus diferencias y desfogar sus odios políticos, que suelen tornarse personales? Esa es la tradición del Parlamento desde su remota génesis en el ágora griega y luego en el senado romano, donde Cicerón, Catón o Catilina en lugar de trenzarse en duelo a muerte o eliminarse subrepticiamente, aprovechaban el hemiciclo para zanjar sus desacuerdos, airearlos a la vista de todos y hacer valer su honor, que creían mancillado.

De suerte pues que si Cepeda quiere emplazar a Uribe bien puede hacerlo directamente y sin intermediaciones en el recinto del Senado, por un motivo plausible, o con cualquier pretexto más o menos presentable. Cabe hacerlo en todo momento, sin necesidad de montar un entramado en que participen ministros del actual gobierno que nada tienen que ver con el pasado del expresidente. Lo esperable, dado el caso, es que el presidente de la corporación, quien otorga o retira el uso de la palabra, no se atraviese, y permita que la confrontación ocurra, por supuesto en un clima de civilización y señorío, sin ultrajes ni diatribas, pues de lo contrario deberá cortar lo que se vuelva una trifulca. Ahora bien, lo que sí se advierte es un cierto afán, algo infantil, de Cepeda, por desafiar a Uribe. Acaso inducido por el error, tan frecuente, de creer que en la arena política uno se luce o agiganta en la medida en que el rival tenga mayor rango. Lo cual es muy propio de los debutantes en busca de celebridad. Dudo mucho que la opinión pública (que nunca es tan emocional como suponemos y ya hoy da muestras de fatiga con tanta discordia como la que sacude a Colombia) termine entusiasmada al respecto. Más bien intuyo que desaprueba el intento de crecerse gratuitamente a expensas de un expresidente que, mal que bien, representa casi la mitad de la nación, según las urnas lo atestiguan.

Respeto al señor Cepeda y reconozco la tenacidad que hasta ahora le ha puesto a su labor legislativa, mas no debiera olvidar que si su ilustre padre cayó asesinado en la vorágine que roe al país en las últimas décadas, el señor padre de su rival escogido padeció la misma tragedia. La ecuanimidad nunca sobra cuando las heridas del pasado amenazan con enceguecernos enturbiando el camino que nos hemos trazado. Y esto vale para todo, en particular para el ejercicio político, cuando es serio y justo.

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