El camino del infierno

Como el cangrejo, el gobierno de Santos retrocede todos los días y entrega al país sin misericordia. Colombia se dirige al precipicio con las negociaciones de paz y parece que nada la puede detener.

Repasemos el proceso de paz con las Farc a vuelo de pájaro para comprobar que ha sido un rosario de concesiones interminable, sin que exista una sola conquista del gobierno en la puja.

De entrada, fue el gobierno el que buscó las negociaciones, factor que le obligó a aceptar condiciones absurdas, impensables para un Estado victorioso en la lucha contra el desafío terrorista, como era el colombiano en 2010. Pero por encima de los intereses nacionales estaba la ambición personal del primer mandatario.

Vino entonces, antes de que se destaparan los contactos del gobierno con las Farc, el otorgamiento gratuito y anticipado al rival de la categoría de “parte” de un “conflicto armado interno”, por medio de una ley, lo que equiparó a los terroristas con el Estado de derecho. Victorias sin batallas que empezaron a cosechar a tutiplén los criminales.

Continuó con otra gabela insólita, el Marco Jurídico para la Paz, que le permite al gobierno conceder indultos y amnistías disfrazados (para burlar la normatividad internacional). Pese a algunas excepciones –que suponemos que también serán suprimidas en el futuro-, se entregó la doctrina de que los delitos atroces no pueden considerarse “conexos” con el delito político, para facilitar la impunidad, como lo acaba de avalar la Corte Constitucional. El narcotráfico, valga el ejemplo, puede ser “subsumido” en el “delito político” de rebelión y santo remedio.

Prosiguió con la firma de un acuerdo para adelantar negociaciones en Cuba, con dos componentes fatales. El uno, la aceptación de que temas claves de la agenda nacional (como el agropecuario, el del narcotráfico, el de la participación política, por ejemplo) se iban a diseñar hacia adelante por medio de acuerdo con los terroristas, quienes asumieron la potestad de cogobernar por esta vía. El gobierno alega que son puntos muy concretos y que los grandes asuntos del país no están en discusión; pero, apelando a un principio conocido, quien otorga parte en últimas otorga todo.

El otro, establecer que se negociaría sin que cesara la confrontación violenta. Esto ha sido fatal. No solo porque ha estimulado la intensificación de las acciones terroristas para buscar ventajas en la mesa, sino porque además la condición inicial de que se ufanaba el gobierno –que las Farc cesarían el secuestro, el reclutamiento de niños y otros puntos- ha sido arrojada por la borda. Hoy los bandidos, amparados en ese acuerdo, cometen toda serie de atropellos sin que el gobierno musite palabra ni reverse las conversaciones. Ya no reclama por “gestos de paz” y las más demenciales acciones de violencia son apenas consideradas como parte de las reglas de juego.

En conexión con el punto de las actividades criminales, las Farc han solicitado un cese del fuego bilateral, que el gobierno rechazó por dos años, exigiendo que el cese fuera unilateral, del grupo al margen de la ley. Se arrogaron los facinerosos, sin embargo, la facultad de decretar varios ceses unilaterales por conveniencias políticas, incluido el respaldo a la reelección de Santos, sin que el gobierno aprovechara para exigir que se convirtieran en un cese definitivo y prolongado, que era lo indicado. En cambio, sorpresivamente, en un retroceso palmario, Santos acaba de aceptar que el cese sea bilateral como lo solicitaban las Farc.

Desde la misma redacción del acuerdo de cinco puntos de hace dos años se estableció que las Farc no entregarán las armas, sino únicamente harán “dejación” temporal de su uso, condicionada al cumplimiento por el gobierno de las reformas que aquellos ambicionan. Esa prerrogativa inexplicable supervive y al parecer se mantendrá mientras se cumple la etapa de “transición” de que habla Sergio Jaramillo, de unos diez años, dedicados a materializar los cambios pactados en la mesa. Las Farc serán un partido político dotado de un tenebroso brazo armado, con poder territorial y narco-financiación (además de la que le otorgará el gobierno a cuenta del “posconflicto”) que, con las demás prebendas otorgadas, constituirán la más grave amenaza a la democracia y la libertad de toda nuestra existencia como país independiente.

Conquistaron también las Farc, de contera, en el primer punto de la agenda, la capacidad de dominio territorial sobre una extensión que estiman en cerca de 10 millones de hectáreas, a través de la aceptación por el gobierno de las llamadas Zonas de Reserva Campesina. El ejemplo de la ZRC del Catatumbo es apabullante y ejemplo de la tragedia que nos espera con las demás. Además adquirieron la capacidad de incidir en la distribución de la propiedad de la tierra, a través de una reforma agraria concebida según sus pretensiones. Armas, tierra y coca, la combinación explosiva que penderá sobre la cabeza de Colombia luego de los acuerdos de la capital cubana.

Santos aceptó discutir la participación política de la guerrilla sin que previamente se hubiera aclarado su situación jurídica, como criminales incursos en los peores delitos, en una inversión de los términos inconcebible. Nueva victoria de los alzados, que recibieron la garantía de acceder a puestos de representación sin siquiera tener que someterse al veredicto de las urnas, o, en el caso de hacerlo, con circunscripciones amañadas y diseñadas solo para ellos.

En lugar de que rindieran cuentas antes sus víctimas y dentro de procesos judiciales, como los paramilitares en Justicia y Paz, el gobierno aceptó la alteración completa de los términos del problema. Son las “víctimas del conflicto” las que comparecen ante los victimarios de las Farc, quienes posan de jueces que dictaminan quién puede presentarse y qué decir. De tal manera su responsabilidad histórica y judicial queda subsumida en un vago proceso de reuniones privadas, debidamente ambientadas para opacar la verdad y eludir la confesión de los criminales.

Desde el comienzo el gobierno se opuso a una comisión de la verdad, según exigían las Farc como prerrequisito para abordar a fondo el tema de las víctimas. Alegaba que esa era una cosa que se haría pero al termino del conflicto. Pero en una maniobra típica de Santos, ha aceptado una comisión de menor envergadura, pero con el mismo propósito, de empezar a sentar las bases para revisar la historia según los intereses de las Farc. Ya se nombró, con composición paritaria, y le servirá naturalmente al interés del grupo armado ilegal para presentarse como víctima de las circunstancias, y justificar la ordalía a la que han sometido al pueblo colombiano por medio siglo.

El último acontecimiento es una victoria póstuma de alias Tirofijo, para quien fue siempre una de sus metas más preciadas: sentar en una mesa, en pie de igualdad, a altos oficiales activos de las fuerzas militares con los “comandantes” guerrilleros. Es la culminación de la estrategia de revestir a las Farc, con aceptación oficial, del carácter de “fuerza beligerante”, como lo han pretendido por décadas. Nunca en el proceso de desarme y desmovilización de los paramilitares se pensó siquiera en una negociación de tú a tú con militares activos; todos los procesos fueron vigilados por la Fiscalía y otras instituciones y contaron con veeduría internacional. Allí sí hubo foto de la entrega de armas –la que las Farc asegura que no tendremos en su caso- sin necesidad de humillar a las fuerzas militares.

Y, tristemente los militares van a Cuba no para asesorar a los plenipotenciarios del gobierno en asuntos técnicos referidos al desarme y desmovilización de la guerrilla, como algunos de manera candorosa o maliciosa lo han indicado, incluido el gobierno mismo, porque es evidente que la guerrilla no ha aceptado que se vaya a desarmar, como lo ha reiterado esta semana al mismo momento de llegar los militares a Cuba. Para nuestra vergüenza lo que los militares van a negociar es el ya mencionado cese bilateral del fuego, nada más ni nada menos que la consagración del derecho de los alzados a seguir con sus armas en la mano, así se comprometan a no usarlas por un tiempo. Una especie de tregua pactada entre dos “partes” contendientes, entre dos ejércitos, según los términos de los Convenios de Ginebra, con la consiguiente consagración de las Farc como fuerza militar beligerante con iguales títulos y derechos que las fuerzas militares del Estado democrático.

Faltan puntos por desarrollar, claro está. Como el del marco jurídico de impunidad para la guerrilla y si la refrendación de los acuerdos se realizará por medio de una Constituyente o de un referendo, como han propuesto unos y otros en La Habana, o por cualquier otro medio que craneen entre ambos, como señaló Santos en Madrid a comienzos de este año. Hay coyunturales pujas por la celeridad o retardo del proceso, pero no hay duda que las cartas están echadas y el acuerdo va en serio, para desgracia de Colombia. Santos está jugado, por encima de cualquier consideración altruista o de interés nacional, porque coronar este proceso es su gran logro personal, así se lleve de calle la nación. Y las Farc, que no tienen que desarmarse, ni confesar sus crímenes, ni pagar cárcel, y que a cambio recibirán una porción sustantiva de poder que los acerca a tomárselo completo en un futuro próximo, no desecharán una oportunidad como esta.

Aún si pensáramos que semejante esta actuación del gobierno de Santos se ha adelantado con los mejores propósitos -que no es el caso-, la realidad monda y lironda es la que nos recuerda el aforismo clásico: también de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno.

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