El método comunista: Aplastar la condición humana

Con su libro "Gulag: una historia" conmovió a toda una nueva generación de lectores, a los que mostró cómo funcionaba el sistema de campos de concentración de la Revolución Rusa, y obtuvo el Premio Pulitzer en el 2004. Casi una década después, Anne Applebaum vuelve con una obra magna: El Telón de Acero, en el que reconstruye el modo en que los comunistas rusos aplastaron a las sociedades de Europa del Este, en particular a las de Hungría, Polonia y Alemania del Este, entre 1944 y 1956. No sólo por el valor histórico de la obra, sino también por el modo en que se proyecta a nuestro tiempo, Papel Literario ha organizado este dossier, que incluye textos de Narcisa García, Grisel Arveláez, Frank Calviño y Nelson Rivera.

Usted, respetable lector, puede suponer, y quizás no le falta razón en ello, que ya conoce las cuestiones básicas sobre el modo en que la Unión Soviética comunista dominó a los países de Europa del Este. El libro de Anne Applebaum no contradice esta percepción, sino que añade nuevos argumentos. Saca a la luz el modus operandi más profundo. Actúa como un múltiple instrumento de disección. Apertrechado en una abultada cantidad de documentos, Applebaum, que fue reconocida con el Premio Pulitzer por su libro sobre el Gulag (2004), muestra, no únicamente las consecuencias, que es lo que con más frecuencia conocemos, sino los procedimientos. “El Telón de Acero” es un tratado histórico sobre los modos de pensar y actuar de los comunistas.

El que se trate de una investigación acotada que va del período 1944 a 1956 (desde casi el final de la Segunda Guerra Mundial hasta tres años después de la muerte de Stalin), y que ella se concentre en lo ocurrido en tres países (Polonia, Hungría y Alemania Oriental), no lo convierte en un libro de ‘historia’. No lo confina a la categoría del pasado. No lo aleja de nuestras realidades. Al contrario: nos concierne. Nos advierte. Nos describe las modalidades de ahogamiento de la sociedad que todavía se practican en el mundo, a pesar de las especificidades y distinciones entre los distintos países, sus sociedades y condiciones políticas.

Estos procedimientos estaban interconectados los unos con los otros. Respondían a una doble lógica de fácil reproducción: instaurar el miedo y controlar la vida de cada ciudadano. Que la operación totalitaria llegase a imponerse sobre cada una de las sociedades donde se puso en funcionamiento, se debe a que encontró un apoyo, no en su formulación ideológica, sino en el deseo instalado en las personas de ejercer autoridad, de ser parte de la maquinaria de dominación de los demás, con el que miles y miles de personas corrientes experimentarían el torcido placer de erigirse en opresor de conocidos, de amigos y hasta de familiares.

Cuando el NKVD soviético (más adelante cambiaría de nombre al más conocido de KGB) se puso en la tarea de crear, con la contribución de los partidos comunistas locales, organismos policiales secretos, pudo permitirse el lujo de escoger con celo extremo a sus integrantes: sobraban los candidatos en todos los países ocupados por el Ejército Rojo. Los instructivos de los comunistas del momento no permiten duda alguna: de modo simultáneo, mientras se reclutaban agentes, se elaboraban listas de sospechosos. Así se establecían las dos condiciones necesarias para dar inicio al uso inmediato de la violencia selectiva (detenciones, palizas, desapariciones), que es el proceder privilegiado de los comunistas.

Ocuparlo todo

La sensación en crecimiento de que en cualquier momento, toda persona, fuese o no adepta al régimen comunista, podía ser detenida y desaparecida en el sistema carcelario, producía un efecto devastador: la creación de un extendido programa de sobrevivencia basado en el ocultamiento y la mentira. Lo que es sobrecogedor del relato de Applebaum es la rapidez con que esto ocurrió: en cuestión de meses, en aquellas sociedades de Europa del Este, la simulación se convirtió en la atmósfera que todos respiraban (no en balde, el extraordinario libro de Orlando Figes sobre la vida corriente en la Rusia comunista se titula “Los que susurran”). Todos se comportaban como si estuviesen llevando una vida que no era tal y no existía, aun cuando no habían antecedentes políticos o culturales que hubiesen permitido anticipar que esas sociedades serían campo sembrado para dictaduras totalitarias.

Sobre ese campo sembrado de temores cotidianos actuó la propaganda. Los comunistas tomaron el control de las principales emisoras de radio, que era el medio más influyente en aquellos tiempos. De forma paralela, modificaron los contenidos de los programas educativos, de manera de introducir cambios radicales en los razonamientos, en la comprensión de las causas y consecuencias de la Historia. Los escolares, incluso los más pequeños, comenzaron a recibir sus raciones ‘pedagógicas’ de propaganda sobre las razones que justificaban el comunismo y los beneficios que supondría su implantación en el planeta entero.

Mientras se arrestaban a líderes de las organizaciones que pudiesen representar alguna forma de resistencia u oposición, se desmantelaban las organizaciones de jóvenes, mujeres, religiosas, educativas y formación integral, como el caso de los boy scouts y las girl scouts. Doble proceso: mientras los ciudadanos perdían sus redes y mecanismos de asociación –se aislaban los unos de los otros–, el régimen comunista imponía la unidad del partido, de las consignas, de las falacias argumentales, del silencio ante la creciente precarización de las condiciones de vida.

La realidad reemplazada

Se recorren las seiscientas páginas de El telón de acero con una doble perspectiva: por una parte, se asiste a la destrucción de un modelo de sociedad en el que las personas disponían de opciones para sus vidas (modelo que ya había sido arrasado durante la Segunda Guerra Mundial); por la otra, se relata el levantamiento de una ficción política, que no podía ser debatida o cuestionada, aun cuando todos en Polonia, Hungría y Alemania Oriental sabían –y ello incluye a los comunistas creyentes– que las cosas ocurrían en los hechos de otro modo.

Y esto es lo que este libro muestra de modo palpable y con profusa documentación: que el estatuto de la mentira no era instrumental. No era un medio más o el medio principal. La mentira era el fin, la constitución misma del régimen. El comunismo escenificó en Europa Central, la misma puesta que en la Unión Soviética: destruir el establecimiento existente en el momento en que accedió al poder, para sustituirlo por una estructura de invenciones y falsedades. Con lo cual, cada institución y cada funcionario, así como cada ciudadano, estaba en la obligación de interpretar-un-papel. No de conformidad, porque eso no era suficiente. Sino de aplauso, de apego, de adhesión activa a Stalin y a los preceptos comunistas.

El mundo ficcional donde todos los discursos aportan alícuotas a un inmenso entramado de mentiras, no ocurre sin consecuencias. No pasa sin horadar las bases morales de la sociedad. Cada institución y cada persona, sea funcionario o no, se resquebraja. Se hunde en la lucha por la sobrevivencia. Se erosiona en la espera de lo que nunca llegará. El resultado de la ocupación de la sociedad por el programa comunista no es otro que el deterioro de su moralidad, que la pérdida de sus entusiasmos vitales, que la humillación de los fundamentos de su posible dignidad.

Algunas lecciones

Lo que los comunistas no robaban, lo destruían. La invasión militar y política de los rusos fue la ocasión para que los comunistas locales aprovecharan para saldar sus pequeñas rencillas y rivalidades. Un amplio sector de la sociedad en cada uno de los países, se abalanzó: se apuró a ofrecer sus servicios y a suscribir su lealtad. Se propagó la idea de que se había iniciado un proceso que era irreversible. Más: Stalin era presentado como invencible. Había argumentos para justificarlo todo, para entregarlo todo.

Rusos y comunistas expropiaban, se apoderaban de los bienes más diversos y lujosos, puesto que el alto interés de la revolución socialista así lo demandaba. Applebaum nos devuelve a un asunto olvidado: la brutal y extrema expoliación a la que fueron sometidos los países invadidos. Los relatos son estrambóticos: de Polonia, por ejemplo, se llevaron hasta el último riel de las líneas ferroviarias, y hasta los vagones de trenes que habían sido destruidos en la guerra. Solo el tema del despojo a los bienes y riquezas de los demás, podría servir de columna vertebral de una historia del comunismo.

El servilismo y opacidad de las conductas de los dirigentes comunistas; el voluntarismo con que practicaban la exclusión y la delación; los escandalosos privilegios de los que se apropiaban al costo del empobrecimiento de los países ocupados; la turbia mezcla de fanatismo y humillación que la alta cúpula de los comunistas inculcaba como deber ser de los militantes de la base partidista; la prontitud con que perdieron los escrúpulos para actuar en detrimento de los demás; la receptividad con que tantas personas comunes se convirtieron en informantes; la adopción pasiva de un lenguaje cuyo uso diera cuenta de un compromiso ‘real’ con el partido y la revolución; la adopción de la tesis del enemigo interno (hubo países en los que se definieron hasta casi treinta categorías de enemigos), que autorizaba a la persecución indiscriminada de cualquier persona; cada uno de estos temas podría ser la reveladora guía para el estudio de la ocupación de los comunistas de la sociedad. Cada uno, linterna para la comprensión de cómo el proyecto comunista, a fin de cuentas es, en lo esencial, un mecanismo de aplastamiento del ser humano.

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