Líderes para los partidos

Tal vez cambios en apariencia menos sustantivos, como el repensar las funciones de los jefes de los partidos, permita fortalecerlos y, de paso, fortalecer la democracia.

“Cumplí con mi tarea y con lo que me proponía”, expresó quien hasta hace poco liderara al Partido Conservador, Ómar Yepes, al anunciar su retiro. Estuvo en el cargo algo más de un año. Su tarea fue presidir sobre la suerte de su partido durante el último ciclo electoral. Sus resultados, como los de otros líderes de partido, pueden medirse por las curules y los votos conquistados en las pasadas elecciones.

Yepes puede sentirse quizás satisfecho. Pero lo que me interesa examinar aquí es el papel que cumplen los jefes de los partidos en nuestro sistema político, y sugerir la necesidad de reconsideraciones.

Cada partido tiene organización diferente. El liberal ha vuelto a recurrir a la dirección colegiada, tras el retiro de Simón Gaviria. Cinco senadores y cinco representantes, más dos codirectores, orientarán colectivamente sus destinos. Al frente del Polo Democrático sigue la excandidata Clara López. Otro excandidato, Óscar Iván Zuluaga, ha pasado a dirigir el Centro Democrático.

A ratos, no es fácil identificar los nombres de los líderes partidarios.

El portal electrónico de Cambio Radical ofrece un organigrama sin nombre del presidente del partido. Su liderazgo, públicamente, se asocia con el vicepresidente Germán Vargas Lleras, pero una breve búsqueda en Google indica que lo dirige el senador Carlos Fernando Galán. Similares dificultades encontré para identificar quiénes dirigen la Alianza Verde o el partido de ‘la U’.

A pesar de sus diversidades organizativas, pueden señalarse puntos comunes. Los líderes de los partidos suelen rotar con bastante frecuencia. Duran poco tiempo en el cargo –casi siempre lo que dura el ciclo electoral–. Sus funciones principales son relativamente secundarias: no están allí para llegar personalmente al poder, sino para lograr que otros, entre sus copartidarios, sean elegidos. A ratos son más árbitros que protagonistas.

En los sistemas parlamentarios, los líderes de los partidos cumplen funciones sustancialmente distintas. Su tarea es ser jefe del gobierno si ganan las elecciones, o dirigir la oposición con miras a convertirse en alternativa de gobierno cuando sucedan otras elecciones. Por su exposición pública permanente, ya sea desde la tribuna parlamentaria o desde los más diversos foros, tales líderes terminan personificando a sus respectivos partidos.

En la Gran Bretaña, su primer ministro, David Cameron, es el jefe de los conservadores; Nick Clegg, el vice primer ministro, es líder de los liberales-demócratas. Si se mira el portal electrónico del Partido Laborista, la primera imagen que aparece es la de Ed Miliband, su líder y jefe de la oposición.

Liderar la oposición es una función especial en democracia que debe rodearse de todas las garantías, incluidas las materiales. En Canadá, por ejemplo, el líder de la oposición, como lo describe en sus memorias Michael Ignatieff, goza de avión para ejercer sus funciones, del apoyo de un staff de cien personas, y de una residencia oficial, Stornaway –www.ncc-ccn.gc.ca/places-to-visit/official-residences/stornoway–.

No estoy sugiriendo que se copien modelos extranjeros. Pero sí me parece necesario repensar el papel que entre nosotros suelen cumplir los jefes de los partidos. Sus cambios frecuentes, las direcciones colegiadas, sus funciones relativamente secundarias inciden, creo, en la débil formación de los partidos.

Los partidos están en crisis. Lo han estado ya por décadas. Se conciben reformas políticas grandilocuentes. Pero tal vez cambios en apariencia menos sustantivos, como el repensar las funciones de los jefes de los partidos, permita fortalecerlos y, de paso, fortalecer la democracia.

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