El brujo

En ocasiones, una conversación informal puede iluminar la complejidad de la economía. Hace algunos días, hablando con un amigo que está en un negocio transversal, de esos que tocan a muchos sectores productivos, le pregunté cómo veía el entorno económico nacional. Me miró y con simpática espontaneidad me respondió: “¿me vio cara de brujo? Aquí todo puede pasar”. Como sucede con frecuencia, no son los más informados sobre los asuntos económicos los que mejor pueden leer lo que está por venir.

Sin duda, los indicadores macroeconómicos parecen mostrar un parte de tranquilidad. Un crecimiento del 5 por ciento, la inflación alrededor del 3 por ciento, un desempleo que sigue siendo elevado, pero disminuye, las reservas internacionales en su máximo histórico y los indicadores de calidad de cartera del sistema financiero sin alertas.

Pero pocas veces en la historia económica reciente hemos tenido un día tan soleado con tan negros nubarrones en el horizonte. Un recorrido sectorial confirma que la agricultura sigue postrada, la industria famélica y las exportaciones en coma.

¿Cómo explicar esta fractura entre la macroeconomía, que muestra estabilidad, y el análisis sectorial que envía señales de angustia? La explicación está en los flujos derivados de la explotación de productos energéticos.

Según cifras del Banco de la República, en el periodo 2006-2013, el país recibió 86.790 millones de dólares de inversión extranjera directa, una suma impresionante para los niveles de nuestra economía. De ellos, 46.922 millones de dólares, lo que equivale al 54 por ciento, se invirtieron en los sectores de petróleo y minería. Este chorro de dinero ha brindado una holgura a nuestra economía que permite esconder los graves problemas sectoriales que venimos acumulando.

Las exportaciones de carbón y petróleo representan a junio de este año 67 por ciento del total exportado. Sin ser un país petrolero, la enfermedad holandesa nos contagió y ahora dependemos del comportamiento de los mercados de energía.

Mientras el país ha disfrutado los flujos de las exportaciones minero-energéticas, hemos descuidado lo fundamental. La pérdida de competitividad es el resultado de años de retraso en inversiones cruciales como las carreteras, la innovación tecnológica o la educación de calidad.

Nos hemos acostumbrado a dosis crecientes de un gasto público ineficiente y muy salpicado de procesos corruptos. Ello explica la carrera entre presupuesto y reformas tributarias. Para seguir asumiendo niveles de consumo público, cada día más elevados, el Gobierno tiene que seguir exprimiendo, con mayores impuestos, a los de siempre, mientras protege a quienes financiaron su campaña.

La situación macroeconómica de los últimos años no es sostenible. Niveles inferiores de producción de petróleo y el desestímulo a la inversión en minería van a agravar, en el corto plazo, la frágil estructura de nuestra economía. De ahí el nerviosismo creciente del Gobierno al percibir que las cuentas públicas no cuadran y que el desequilibrio de las finanzas podría estar por encima de los 5 billones de pesos. Si se adiciona el déficit comercial, que ya asciende, a junio de este año, a 1.189 millones de dólares, no hay que ser brujo para ver que las cosas pintan mal.

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