Carta desde una prisión venezolana

Mi país, Venezuela, está al borde del colapso social y económico. Este desastre en cámara lenta, que ya lleva casi 15 años, no fue originado por la caída de los precios del petróleo o por la acumulación de deudas. Fue puesto en marcha por la hostilidad del gobierno autoritario hacia los derechos humanos, el imperio de la ley y las instituciones que los protegen.

Sé de esto en un nivel personal. Escribo desde una prisión militar, donde me retienen desde febrero por haber denunciado las acciones del gobierno. Soy uno de los muchísimos prisioneros políticos en mi país que están encerrados por sus palabras e ideas.

Este injusto encarcelamiento me ha dado una perspectiva de primera mano de los penetrantes abusos —legales, mentales y físicos— perpetrados por la élite gobernante en mi país. No ha sido una buena experiencia, pero ha sido reveladora.

Mi aislamiento también me ha dado tiempo para pensar y reflexionar sobre la amplia crisis que enfrenta mi país. Nunca me ha resultado más claro que el camino a la ruina de Venezuela fue iniciado hace años por un movimiento para desmantelar los derechos humanos básicos y las libertades en nombre de una visión ilusoria de beneficiar a las masas a través de la centralización del poder.

Cuando el actual partido gobernante, el Partido Socialista Unido de Venezuela, llegó al poder por primera vez en 1999, sus simpatizantes consideraban los derechos humanos como un lujo, no una necesidad. Grandes segmentos de la población vivían en la pobreza, y necesitaban comida, vivienda y seguridad. Proteger la libertad de expresión y la separación de poderes parecía frívolo. En nombre de la conveniencia, estos valores fueron comprometidos y luego desmantelados por completo.

La legislatura fue castrada, permitiendo que el ejecutivo gobierne por decreto sin los controles que impiden que se descarrile. El poder judicial quedó sometido al partido gobernante, dejando sin sentido la Constitución y la ley. En un caso infame de 2009, la jueza María Lourdes Afiuni fue encarcelada por ordenar la liberación de un empresario crítico del gobierno que había sido retenido durante tres años sin juicio, un año más de lo permitido por la ley venezolana.

En tanto, líderes políticos —incluyéndome— fueron perseguidos y encarcelados, lo cual suprimió la competencia de ideas que podría haber conducido a mejores decisiones y políticas. Los medios de comunicación independientes fueron desmantelados, expropiados o empujados a la bancarrota. La “luz solar desinfectante” y el escrutinio que motiva las buenas tomas de decisiones ya no benefician a nuestros líderes.

El actual presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, ha llevado esta situación a un nivel terriblemente bajo. Los derechos son racionados como si fueran bienes escasos para comerciar por otros medios de subsistencia: usted puede tener empleo si renuncia a la libre expresión; puede tener algo de salud si cede su derecho a protestar.

Los que justifican esto, muchos de ellos de otros países, incluidos de Estados Unidos, afirman que estos sacrificios fueron y son para el bien colectivo del país. Sin embargo, las vidas de los venezolanos, en especial los pobres, son peores según todas las mediciones. La inflación, de más de 60% anual, es rampante. La escasez de bienes básicos ha llevado a estanterías vacías y largas filas. El crimen violento se ha disparado y la tasa de asesinatos es la segunda mayor del mundo, sólo detrás de Honduras. El sistema de salud está colapsando. Y muchos expertos financieros predicen una cesación de pagos de la deuda soberana en cuestión de meses.

Los desafíos que enfrenta Venezuela son complejos y requerirán años de trabajo en muchos frentes. Ese trabajo debe comenzar con la restitución de los derechos, las libertades y el equilibrio de poderes que son la base adecuada de la sociedad civil.

La comunidad internacional tiene un rol importante que desempeñar, en especial nuestros vecinos en América Latina. Quedarse callado es ser cómplice de un desastre que no sólo impacta a Venezuela sino que podría tener implicaciones en todo el hemisferio. Organizaciones como la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y el bloque comercial sudamericano Mercosur deben salir de los márgenes. Países como Brasil, Chile, Colombia, México, Perú y Argentina deben involucrarse.

En casa, si prestamos atención a sus palabras, nuestra Constitución brinda una salida. Nuestra propuesta es simple pero potente: todos los derechos para toda la gente, no algunos derechos para algunas personas. Ningún régimen debería tener el poder de decidir quién tiene acceso a qué derechos. Esta idea podría darse por sentada en otros países, pero en mi país, Venezuela, es un sueño por el que vale la pena luchar.

—López es ex alcalde del distrito de Chacao, en Caracas, y líder del partido opositor Voluntad Popular.

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