El teatro de las operaciones

Todo esto semeja teatro. Miren:

Preludio: se abre el telón: aparece una mesa de diálogo, en herradura; al medio, unas matas de hoja y sentadas, como a manteles, unas víctimas, con cara de desaliento. En la mesa principal, unos señores robustos miran de reojo a otros, que son sus dialogantes y, entre estos, se escucha la voz de cucarrón del jefe de delegación, calvo éste, con rostro invariable de gravedad y angustia. Cae el telón. Se percibe entre el público un ruido crocante de palomitas de maíz.

Primer acto. Corre el telón. Una canoa inexplicablemente larga, aparejada con motor, ha sido colocada sobre el tablado del escenario. El cortinaje que cubre las luces de abajo y la casilla del consueta deja ver solamente el perfil lineal de la embarcación, que se ayuda con un telón de fondo, pintado al temple, en versión del anchuroso río Atrato. Dentro de la barcaza, un hombre más bien joven, con anteojos sin aro, en pantaloneta y guayabera blanca; una dama de buena edad, pulcra y maquillada como de ciudad, en traje fresco, un soldado en manga corta y un lanchero al pie del motor, como si condujera e impulsara la nave.

Artilugios ex machina han logrado que la nave parezca desplazarse, la que desaparece entre bambalinas, y aparentes lugareños saludan como amigos al recién desembarcado hombre de las gafas y a la discreta dama, mientras el soldado queda por ahí. Del lanchero no se vuelve a saber. Cae el telón. Crispetas, voces y ruidos de reacomodo en la platea. La gente no entiende un comino.

Acto segundo: Nuevamente la mesa del diálogo. Dos personajes nuevos parecieran discutir: el uno, de tez blanca averiada, con ojos achinados, de unos 60 años, viene ensimismado manejando cartas de póquer y, distraído, se lleva por delante un tablero de ajedrez, con la protesta consiguiente de un barbuchas de cejas espesas, gafas y cachucha tragada. “ ¡Mire, compañero, ha pateado el tablero!”. “Noo, yo ju-juego es al póquer”. Cae el telón.

Acto tercero: Se ha restablecido la cordialidad en la mesa. Las víctimas se han ido, pero, en cambio, entra rozagante y sonreído el hombre aquel de las gafas sin aro y las bermudas, rodillas sonrosadas y piernas rubias peludas. “¡Llegué, llegué, me trataron divinamente!”, dice, “la doctora está en casa, no ha pasado nada, sigan conversando”.

Quedan en la mesa los gordos y los roncos, los que fatigados de mirarse las caras, han resuelto entre todos armar el árbol de Navidad. No está claro si harán pesebre a lo vivo y hasta han pensado en Fidel Castro para ofrecerle el papel de José, con una varita de apoyo. Una mujer bonita se buscará entre las comisionadas o tal vez entre las víctimas: suena la parlamentaria González. Todos están de acuerdo en que Alan Jara haga las veces del Divino Infante. A la nanita nana, nanita, ea.

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