Pablo Iglesias, el mentecato

“La Unión Soviética hizo posible el estado de Bienestar” Pablo Iglesias

Con su proverbial caballerosidad, Carlos Alberto Montaner hizo sobrados y muy académicos esfuerzos por darle al término con el que quiso distinguir a Iglesias, el mentecato, el sentido menos ofensivo. Recurrió para ello a la etimología y dio con los orígenes del término allá por el 1570, cuando mente captus significaba “que no tiene toda la razón”, propiamente “cogido de la mente”, dice Joan Corominas en su Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana. Una interpretación más liberal daría al término el estricto sentido de “encogido de mente”, “torpe de la mente” véase insensato, bobo o necio, como lo establece en su Diccionario de Uso del Español Actual, la lingüista María Moliner. Fiel al lenguaje como expresión del paso del tiempo, la Real Academia en su Diccionario Esencial de la Lengua Española en su versión de 2006 nos acerca al exacto significado que cabe darle al término al día de hoy: “tonto, fatuo, falto de juicio, privado de razón”. A los fines de la máxima actualidad, suelo apoyarme en Clave, el Diccionario de Uso del Español Actual, prologado por el Nobel Gabriel García Márquez, que dice: “Mentecato: adj./s. Referido a una persona, que es tonta, falta de juicio o de corto entendimiento. Del latin mente captus (falto de mente).”

De modo que en uso y razón de la plena autoridad del término, llamar mentecato a Pablo Iglesias puede que sea ofensivo, pero siendo estricta y religiosamente ceñido a la verdad ha de ser asumido con el rigor que solía darle al concepto de verdad mi abuela Claudina, que solía regañarnos cuando nos poníamos estúpidos llamándonos mentecatos, para culminar la faena apostillando: “Es hora de que lo vayan sabiendo: la verdad, aunque severa, es amiga verdadera”.

Por cierto: la verdad, en ciertos casos, sirve de poco. Que Chávez era un mentecato, un majadero, un fatuo inculto, bruto, ensoberbecido y absolutamente carente de razón pudo saberlo cualquier hijo de vecino dotado con dos dedos de frente a lo largo y ancho de toda Venezuela la noche en que se ocultó en el museo militar, anticipándole el destino donde hoy, tras veinte años de infamias, reposa un muñeco que usurpa sus despojos. Pero su mentecatez armonizaba de manera tan perfecta con la masiva peste de mentecatez que asoló a Tierra Firme a fines de los ochenta comienzos de los noventa, que su rostro de acabado mentecato se convirtió en el espejo perfecto de la idiotez nacional. Belfos caídos, labios regordetes, cejijunto y descuidado en el habla a nivel de matarife. Los venezolanos descubrieron de pronto y en medio del jolgorio golpista que eran una manada de mentecatos. Que sus oídos repicaban campanadas cuando le oían soltar una grosería mayor o una boutade supuestamente divertida, del tipo “esta noche te voy a dar lo tuyo” o esa decisión del electorado “es una mierda”. Y que nada mejor para alcanzar el reino de la felicidad que ser gobernado por una banda de mentecatos uniformados a cargo de un mentecato de marca mayor.

Con una salvedad de la que aún no alcanzamos a tener noticia en el caso de Iglesias, el mentecato menor: era un mentecato que dominaba el arte de la mentecatez, capaz de corromper a la Madre Teresa de Calcuta y de hacer eructar en público a la Reina Isabel. A quien por poco no le estampa un sonoro bembonazo en pleno Palacio de Buckingham, mientras le hacía entrega de una suerte de autorretrato: un papagayo al óleo. Nada raro: venía de estrujar entre sus brazos en medio de su primera gira mundial al Emperador Akihito, “el intocable”. De modo que no sería sorprendente ver a Pablo Iglesias, el Mentecato, si nadie osa darle una parada y se le permite entrar en burro y en alpargatas al Palacio Real, sentarse en las rodillas de Doña Leticia y darle un puñetazo de camaradería al Rey Felipe.

Todo esto me viene a cuento al leer la insólita boutade, mejor dicho, rabiosa mentecatez con que se saca de la manga su sabiduría política de tres al cuarto de catedrático de la Universidad Complutense de Madrid – vaya antro, si por sus frutos la reconoceréis – que el así llamado Welfare State, Wohlstand Staat o Estado de Bienestar no fue un concepto que se le ocurriera a William Temple en 1945, entonces Arzobispo de Canterbury, en la que contraponía las políticas keynesianas de posguerra al Warfare State ("Estado de Guerra") de la Alemania Nazi. Como lo ha definido con precisión germánica mi ex compañero del Max Planck Institut, de Starnberg, Alemania, Claus Offe.
De ninguna manera. Según Iglesias, el mentecato, el Estado de Bienestar y, por consiguiente, el capitalismo democrático o el llamado social capitalismo es un producto rancio y auténtico de Joseph Stalin, el mayor tirano de la historia de la humanidad desde los tiempos de Atila. Ni Roosevelt ni la socialdemocracia, ni los movimientos sindicales del mundo entero ni la clase obrera tuvieron parte en la necesidad del capitalismo por superar sus crisis sistémicas abriéndose al amplio espectro del consumo masivo, la elevación del salario, la superación de la naturaleza proletaria del trabajo asalariado y la tecnologización de los procesos productivos.

Fue el horror a Stalin. En vida del cual no hubo un solo adelanto en las condiciones sociales, laborales y políticas del esclavizado proletariado y campesinado soviéticos. Al extremo que muerto, la caída de la Unión Soviética comenzó a escribirse. La verdad es contraria: en sus memorias, cuenta Nikita Kruschev que a mediados de los sesenta esperaba por fin verse en capacidad de impulsar el comunismo en todas las Rusias según el maravilloso postulado marxiano: de todos según sus capacidades, a todos según sus necesidades. Ni él ni ninguno de quienes lo defenestraron y se fueron defenestrando sucesivamente pudieron replicar un átomo del Welfare State: antes de que los soviéticos pudieran contar con el sueño de una lavadora o una nevera, un carro o cualquiera de las comodidades que eran de uso corriente en Occidente, caía el Muro y el bloque soviético se venía abajo.

Es algo que ni los Castro, ni los norcoreanos ni Pablo Iglesias quisieran asumir como un hecho consumado. Mañana saldrá con otra perla de ese calado, por ejemplo, que gracias a Hitler y Auschwitz existe el Estado de Israel. ¡Cosas veredes, Sancho!

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