Si hubiera reinado hace 70 años

Si este Papa Francisco hubiera vivido y regido los destinos de su rebaño hace 70 años, otra quizá habría sido la suerte y la misión de la Iglesia Católica colombiana.

Francisco instó ahora a los líderes religiosos que asistieron al encuentro de católicos, hinduistas, budistas y musulmanes reunidos en Sri Lanka, a que “denuncien los actos de violencia que se cometan en nombre de la fe”.

Fue enfático el Papa en ese acto ecuménico que reunió a las más variadas confesiones que se disputan el mercado de las ideologías y convicciones religiosas –emulación no escasa de violencia tribal– a que “por el bien de la paz, nunca se permita que las creencias religiosas sean utilizadas para justificar la violencia y la guerra”.

En los años 40 y 50 del siglo pasado, la llamada en Colombia “guerra civil no declarada” tuvo un alto componente de lucha confesional. El fanatismo clerical utilizó no pocas veces el púlpito como cátedra para transmitir rencores y vindictas en vez de ser tribuna para predicar reconciliación y tolerancia.

En aquellas épocas aciagas hubo inclusive obispos –caso de la región antioqueña– que tomaron abiertamente partido en la enconada lucha electoral para conducirla hasta extremos aberrantes de fanatismo. Fueron más agentes del Dios tonante del Sinaí que representantes del mártir del Gólgota. Con un lenguaje delirante atizaron las pasiones, ya soliviantadas por energúmenos que desde el Congreso y plazas públicas arengaban a la vindicta y a la muerte.

Dice Francisco –el Papa que restablece los puentes entre sus hermanos separados– que los “hombres y las mujeres no tienen que renunciar a su identidad… para vivir en armonía”. Posiblemente su clamor para serenar espíritus recalcitrantes habría calado en aquella Colombia inquisitoria de hace 70 años si hubiera estado en la silla vaticana y tenido los eficaces y modernos medios de comunicación como los actuales.

Al país le toco sufrir con toda la crudeza demencial aquella violencia en donde las condecoraciones eran los siniestros “cortes de franela”. Hubo obispos que declararon bajo pecado mortal la militancia en determinado bando partidista y otros que practicaron abusivamente el extrañamiento como fórmula para acallar y expulsar a quienes, como Francisco hoy, rechazaban aquellos “actos de violencia contra una comunidad que llora la pérdida de sus seres queridos”.

Si Francisco tuviera la oportunidad de revisar las páginas negras de la violenta historia político-religiosa de Colombia, lloraría como lo hizo el fundador de su iglesia ante la visión apocalíptica de lo que le esperaba a Jerusalén. Fue la época en Colombia en que en punible ayuntamiento se aliaron fanáticos religiosos y fundamentalistas políticos para “hacer invivible la República”, como lo predicaba sin ningún reato de conciencia un político energúmeno, luego presidente.

Hoy, a las siete décadas de haberse iniciado la beligerante confrontación partidista que acunó la posterior lucha guerrillera, el país vuelve a dividirse en torno al contenido y las implicaciones jurídico-éticas del proceso de paz. Lamentablemente con el pálido protagonismo de la Iglesia, ya no armada de lenguaje pugnaz pero sí carente de mayor claridad conceptual y de menos ingenuidad.

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