Dejen de convertirnos en conejillos de indias

Los problemas en torno a los OMG—organismos modificados genéticamente— nunca han sido simples. Se volvieron más complicados hace una semana cuando la Agencia Internacional para el Estudio del Cáncer (IARC, por sus siglas en inglés) declaró que el glifosato, el ingrediente activo empleado en el popular herbicida roundup, probablemente produce cáncer en humanos.

Dos insecticidas, malatión y diazinón, también fueron clasificados como “probables” carcinógenos por esta dependencia, respetado brazo de la Organización Mundial de Salud.

El roundup, fabricado por Monsanto tanto para el hogar como para usos comerciales, es crucial en la producción de maíz transgénico y cultivos de soya, así que fue notable que el veredicto sobre sus peligros llegara casi de manera simultánea con un anuncio del Departamento de Alimento y Fármacos de EE.UU. (FDA, por su siglas en inglés) en el sentido de que nuevas variedades de papa y manzana transgénicas son seguras para el consumo. Lo cual probablemente sea cierto, como son las papayas transgénicas que hemos estado comiendo durante cierto tiempo. De hecho, hasta la fecha existe muy poca evidencia creíble de que cualquier alimento cultivado con técnicas transgénicas sea peligroso para la salud humana; a menos que, como sucede con buena parte del maíz y la semilla de soya, sea convertido en comida chatarra. Pero, en serio, seamos justos.

Justa, de igual forma, es la suposición de que a poca gente le sorprende que un herbicida probablemente sea tóxico al ser ampliamente usado en dosis altas o con exposición prolongada, circunstancias que pudieran ser comunes entre agricultores y trabajadores agrícolas. Tampoco causa sorpresa que hubiera tomado tanto tiempo —se ha usado roundup desde los años 70— descubrir sus probables propiedades carcinógenas. Hay una triste historia de nosotros actuando como conejillos de indias para los químicos nuevos que desarrolla la industria. Algo que todos hemos pagado con demasiada frecuencia con daños a nuestra salud.

El daño rara vez es instantáneo, pero es seguro afirmar que las nuevas biotecnologías desplegadas ampliamente bien pudieran tener consecuencias inesperadas. Sin embargo, a diferencia de los europeos, canadienses, australianos y otros, los estadounidenses no nos suscribimos al principio de precaución, el cual afirma que es mejor prevenir daños que repararlos.

No preguntamos si un químico dado pudiera causar cáncer, sino si estamos seguros de que lo hace. Debido a que no es ético poner a prueba los efectos de nuevos químicos y aditivos alimenticios en humanos, dependemos del expediente indirecto de extensas y costosas pruebas en animales. Sin embargo, la tarea de la FDA debería ser garantizar una razonable expectativa de protección del peligro, no esperar hasta que la gente se enferme antes de retirar productos del mercado. (Usted pudiera haber creído que la tarea del Gobierno era asegurarse de que los productos fueran seguros antes de su comercialización. Se habría equivocado: ¿alguien quiere rezulin, talidomida o ftalatos?).

Incluso ahora, cuando es claro que se debe llevar a cabo más investigación para determinar qué grado de glifosato pudiera ser carcinógeno, no está en claro de quién es la responsabilidad de conducir dicha investigación. ¿Las dependencias de salud pública de otros países? ¿Investigadores independientes que casualmente estén interesados en las causas del linfoma de no-Hodgkin, el cáncer con el que se asocia al glifosato, con base en la IARC?

O —aquí va una idea—, ¿qué tal Monsanto, que ha ganado miles de millones de dólares vendiendo glifosato y la tecnología de semillas asociada? (La empresa produce semillas de cultivo que son resistentes al glifosato, por lo cual puede ser rociado libremente sobre campos, matando en teoría a todas las plantas con la excepción del cultivo, debido a que muchas hierbas se han vuelto tolerantes al glifosato. Pero esa es otra historia).

Ahora que la seguridad del glifosato está claramente en duda, quizá sea hora de obligar a que la corporación —no a la población que paga impuestos— financie la mayor parte de precisar si aún debería venderse. Debido a que la Dependencia de Protección Ambiental no tiene los recursos para hacer pruebas, dejen que Monsanto pague la investigación, que es tanto necesaria como debe ser independiente.

Mientras estamos en eso, finalmente empecemos a catalogar los productos hechos con comida transgénica. Justo ahora, la única forma en que podemos asegurarnos de evitarlos es comprar comida orgánica. Si los alimentos transgénicos fueran beneficiosos en buena medida para los consumidores, los fabricantes alardearían orgullosamente de los productos que los contuvieran. El hecho es que no ha sido así. Hasta la fecha, los alimentos transgénicos y otras formas de biotecnología no han hecho otra cosa que enriquecer a sus fabricantes y promover un sistema de agricultura que ni es sustentable ni es, en su mayoría, beneficioso.

No necesitamos sustancias químicas mejores y más inteligentes a la par de cultivos que puedan tolerarlas; nos hacen falta menos químicos. Aunado a esto, se ha demostrado en medida suficiente que la rotación de cultivos, el uso de fertilizantes orgánicos, plantación mixta de variedades de cultivos, así como otras técnicas ecológicamente informadas agrupadas comúnmente bajo el término “agroecología”, puede reducir de manera efectiva el uso de químicos.

En el ínterin, ¿qué tal si se saca el glifosato del mercado hasta que Monsanto pueda demostrar que su uso es seguro?

No hay razón para poner en riesgo a la población general, y particularmente a la población agrícola, en nombre de ganancias de la industria.

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