Revivamos nuestra historia

Debe volverse a lo esencial: división de poderes, respeto por el cargo, alejamiento total del clientelismo y cumplimiento de los términos procesales.

Varias precisiones amerita el ‘sismo’ desatado en la Rama por magistrados de algunas cortes y otros funcionarios judiciales de alto rango.

Esta “crisis” no es general, pues no abarca niveles medios ni a toda la cúpula judicial. De hecho, no todos los magistrados de las cortes han generado escándalos ni se les puede llamar “gocetas” por usar los beneficios que supone su cargo, como lo demuestra el reciente caso de la expresidenta del Consejo de Estado María Claudia Rojas.

Paradójicamente, están en el ojo del huracán casi todas las instituciones que con buena intención creó la Constituyente del 91 en pro de la justicia.

Por años, esta columna ha señalado la inconveniencia de involucrar magistrados en tareas ajenas a su misión natural. Cuando entraron en la designación de variados funcionarios se introdujo no la politización, sino la clientelización, que los alejó, ¡y mucho!, de esa misión.

Gastan centenares de sesiones para elegir Fiscal, o postular candidatos a Procuraduría o Contraloría, y hasta para elegir Registrador. Y demoran años en cubrir sus vacantes, o varios meses para elegir presidente.

Acorralado Pretelt (por los graves señalamientos en su contra), denunció un secreto a voces: tráfico de influencias e intercambio de favores, vicios huérfanos de tratamiento eficaz para erradicarlos.

Bastaría un derecho de petición para conocer la nómina de Fiscalía, Procuraduría, Contraloría o entidades del Ejecutivo y así establecer la magnitud del llamado ‘roscograma’. Con tan fácil comprobación saldrían de sus cargos buena parte de la cúpula judicial. El tráfico de influencias es falta gravísima.

Crear la Fiscalía fue indudable acierto de la Carta del 91 para posibilitar “procesos sólidos”, como dijo el presidente Gaviria. Con sus tropiezos, la investigación penal es hoy mejor que antes, porque la idea era tener un gran rector de investigación y policía judicial que acusara ante los jueces a infractores de la ley, su principal misión institucional.

Nunca pensó el Constituyente que el jefe de esa entidad se convirtiera en protagonista político, ni que, usando el poder que implica investigar y encarcelar a muchos, terminara metido en toda clase de nombramientos, desde magistrados de altas cortes y Contralor hasta empleados del Congreso, como se dice en los medios.

Las investigaciones deben ir por los cauces legales y no mediante el censurable expediente de filtrar selectiva y tardíamente piezas procesales, sin atadura a la toma de decisiones.

En el caso Pretelt, grabaciones como las divulgadas son cosa de vieja data, sin que a los involucrados se les hubiese adelantado, en años, un proceso penal, a pesar de la gravedad de los hechos.

En cuanto a la Corte Constitucional, sí, ha cumplido una tarea por todos reconocida. Pero no se puede siquiera insinuar que el control constitucional empezó en el 91.

Ciertas prácticas entronizadas allí son desalentadoras: sentencias reveladas por los medios cuyo texto solo se confirma meses después; tutelas resueltas en dos o tres años, no en el término de veinte días; o decisiones adoptadas con mora.

No se daban en el pasado vínculos entre congresistas, magistrados y otros altos funcionarios judiciales. En la reforma del 2012, esa especie de dañado y punible ayuntamiento, dado también en reuniones privadas, generó los “micos” que la tumbaron.

Frente a una reforma, las altas cortes hacían un estudio y lo daban a conocer a la opinión. Pero sin lobby congresal, ni menos charlas en casas particulares.

Hoy debe volverse a lo esencial: división de poderes, respeto por el cargo, alejamiento total del clientelismo y cumplimiento de los términos procesales.

Es decir, retomar el espíritu errante de una gran Corte, asesinada (con la pasividad casi general) en infame cruce de violencias en 1985.

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