El Cauca, otra vez

16 de julio de 2012: cerca de cien soldados son expulsados de sus puestos de custodia en el cerro conocido como de Las Torres, en el municipio de Toribío, Cauca. Los soldados son maltratados y golpeados. Al sargento García, no olvidaré su nombre, que se niega a moverse, lo alzan y lo botan como un bulto desechable, lejos de la provisional base militar. Los responsables son miembros de la etnia Nasa.

23 de junio de 2015: cincuenta policías son obligados a abandonar su cuartel en El Mango, municipio de Argelia, también en el Cauca, después de que habitantes de la comunidad, entre ellos indígenas, incendian la estación tras destruir con retroexcavadoras sus instalaciones de defensa. Los policías son obligados a montarse en camiones que los trasladan fuera del pueblo.

De los delitos de Toribío no se judicializó a nadie. No hay condena alguna. En los de El Mango, seguramente tampoco, por mucho que la Fiscalía haya dicho que se iniciarán investigaciones. Nadie le cree al ente judicial.

Más allá de la indignación, varias lecciones. Una, la tendencia a desconocer e irrespetar la autoridad, tan propia de los colombianos, se agudiza porque, por un lado, los mismos uniformados no se hacen respetar y, por el otro, las autoridades judiciales no sancionan a quienes lo hacen. Acá también la impunidad es la norma y el sistema judicial no funciona. En otro país del mundo agredir a un soldado y un policía es tan grave que nadie se atreve por la reacción del uniformado y la condena a muchos años.

Dos, la situación es aún más aguda en ciertas regiones donde se conjugan la guerrilla, cultivos ilícitos y comunidades indígenas. Así es en los departamentos de Cauca, Nariño y Putumayo.

Tres, la presencia militar y policial no son suficientes. El plan Espada de Honor no tuvo los resultados esperados. Primero, porque a pesar de los soldados adicionales, la suspensión de fumigaciones de cultivos ilícitos en la zona de frontera y en los resguardos indígenas disparó los narcocultivos. El jefe de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito acaba de confirmar que hay “una tendencia de mover los cultivos ilícitos para zonas donde no es posible la fumigación aérea” y que “más o menos el 70 por ciento de los cultivos ilícitos está en zonas especiales donde no se puede usar la aspersión”. La irresponsable decisión de Santos de suspender el uso de glifosato solo intensificará esta tendencia y es seguro que la cifra de narcocultivos se incrementará sustantivamente. Segundo, porque, como ya se ha dicho acá, es francamente incomprensible e inaceptable que a estas alturas el Gobierno no haya entendido que la solución en las regiones con presencia histórica guerrillera no está solo en aumentar el número de uniformados. Es indispensable la presencia integral del Estado: infraestructura de vías, salud y educación, justicia rápida y efectiva que resuelva los problemas de tenencia de tierra y los enfrentamientos entre indígenas, afros y mestizos, incentivos para la pequeña empresa, programas efectivos de sustitución de cultivos y estímulos al agro. Más y más fuerte Estado en la Colombia rural y profunda. El grueso de nuestros problemas de violencia y seguridad no devienen de tener un estado muy fuerte sino de todo lo contrario: uno débil que no hace presencia integral a lo largo y ancho de su territorio.

Cuatro, las cortes, en parte responsables de lo que está ocurriendo por cuenta de sentencias insensatas, deben empezar a trazar con claridad los límites de la autonomía indígena. El respeto de sus derechos no puede traducirse en privilegiar sus intereses por encima de los generales de la población, en hacer de los resguardos feudos inexpugnables, territorios vedados en los que el Estado renuncia a su soberanía. Además, hay que reconocer el hecho de que las Farc han infiltrado a muchas de las poblaciones indígenas y en sus territorios los narcocultivos están disparados.

En los dos casos, Toribío y Algeciras, las asonadas no fueron espontáneas. Las comunidades y los indígenas se movieron azuzadas por la guerrilla.

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