El fin de la fiesta

Llegué a la isla de Mykonos, en Grecia, antes de que se acabara la fiesta. En la mesa de al lado todos se habían parado a bailar al ritmo de un ponchi-ponchi mediterráneo. Esta isla era una fiesta. Una pareja, en traje de baño y sin mucho esfuerzo, se subió en las sillas y se puso a girar arriba de la mesa, entre el salero, la botella de vino blanco y el plato de langostas. Casi todos en el restaurante aplaudían su gracia, mientras un viento cálido entraba del mar Egeo. Su mensaje era claro: Somos tan felices y queremos que se sepa.

Luego, claro, llegaría la cuenta y se bajarían los ánimos. En el menú vi, por primera vez en mi vida, una botella de champaña de 120.000 euros. No sé si el líquido en esa botella daba la felicidad. Lo que sí sé es que hay gente que lo paga. Rusos ricos, me dijeron.

Estuve en Grecia antes del referendo que dijo NO y antes de que los griegos tuvieran que apretarse el cinturón… otra vez. Se palpaba, ya, una triste desconexión: los griegos sufrían su tragedia económica mientras que nosotros, los visitantes, íbamos a buscar -al menos por un ratito- la felicidad.

Era el fin de mis vacaciones y estaba a punto de regresar a la realidad. Pero me resistía a la idea de que solo en vacaciones se puede ser feliz. Naciones Unidas cree lo mismo.

La felicidad se ha convertido en un tema de Estado. Ha dejado de ser un asunto romántico de programas cursis de televisión. Los gobiernos buscan que sus ciudadanos sean felices. Eso da votos y abre un lugar en la historia.

En su segundo reporte sobre la felicidad en el mundo (aquí está el link: bit.ly/1hWociG), Naciones Unidas hizo una importante distinción. No está hablando de la felicidad como sentimiento -¿estuviste feliz en la fiesta de ayer?- sino de la felicidad como bienestar y calidad de vida ¿estás contento de la manera en que vives?

Para hacer su lista de las naciones más felices a las más tristes, el organismo internacional tomó en cuenta seis factores: productividad por persona, expectativa de vida, relaciones comunitaria y de pareja, libertad para escoger, niveles de corrupción y altruismo o apoyo social. No sorprende, por tanto, que los países más felices en la lista están en el norte de Europa -Dinamarca, Noruega, Suiza, Holanda y Suecia- y los más tristes en África -Ruanda, Burundi, República Central Africana, Benín y Togo-.

En la lista, por supuesto, hay caprichos aparentemente inexplicables: los mexicanos (16) aparecen como más felices que los estadounidenses (17), los venezolanos (20) más que los alemanes (26), y los uruguayos (37) más que los japoneses (43). Esto supone la enorme importancia de la vida afectiva sobre las condiciones materiales. Pero, en general, el estudio deja claro que los más felices suelen ser los sanos, los que tienen empleo y viven en sociedades abiertas y con reglas claras.

Muchos creen que la felicidad está en la otra esquina. Cambiar de lugar nos da la sensación de que, al menos por un tiempo, llevamos otra vida y somos más felices. Por eso en vacaciones nos queremos ir a otro lado.

Identificar un lugar con la felicidad no es nuevo. Cristóbal Colón creyó encontrar en América la felicidad al escribir que en este continente “se encuentra la morada más hermosa, pues es la parte más alta y noble del mundo, es decir, el paraíso terrenal”.

Ese lugar idílico identificado por Colón es, supuestamente, donde hoy se localiza Venezuela. Pero está muy lejos de ser el paraíso terrenal, y ahí no se regala felicidad. La locuaz creación, por parte de su líder Nicolás Maduro, del viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo, no ha hecho nada para bajar la criminalidad, la corrupción y salir de una agónica crisis económica. ¿A cuánto amaneció el dólar en el mercado negro de Venezuela? La respuesta le quita la sonrisa a cualquiera.

La felicidad no se logra con decretos ni con viceministerios. Pero si le quitamos los sentimentalismos de telenovela, se reduce a mínimos de bienestar, convivencia y armonía. La felicidad es, pues, cosa seria y alcanzable. No pura fiesta en Mykonos.

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