D: La marca de la infamia

Es inevitable la comparación. Los nazis marcaban con una estrella amarilla las casas y negocios de los judíos. El Estado Islámico copió esa metodología de barbarie y marca con una N, de nazareno, las casas de los cristianos en Irak para perseguirlos hasta la muerte. Detrás de estas dos historias ha corrido la sangre del genocidio.

Hoy la marca de la infamia es la letra D, de destrucción, desalojo y deportación, con la que son marcadas las casas de humildes colombianos en Venezuela, para señalar las que deben ser destruidas porque en ellas, en la fantasiosa desesperación del régimen, habitan paramilitares asesinos, contrabandistas y hasta abusadores sexuales, según las injustificadas declaraciones de Maduro.

La crisis humanitaria que se vive en la frontera es indignante. Pero más allá de la brutalidad de sus consecuencias, resalto tres aspectos. Primero: que se trata de una crisis anunciada. Un gobierno acorralado por su ineptitud, corrupción y narcotráfico, enfrentado a unas elecciones definitorias de su propio destino, apela -no es algo nuevo- al anticolombianismo como cortina de humo y bandera nacionalista. Y claro, se inventa razones o se agarra de realidades incuestionables, pero que él mismo ha propiciado. Lo del paramilitarismo es una patraña; no así la influencia de bandas criminales y el control territorial de las Farc, protegidas por el régimen, que están detrás del contrabando de combustible, ganado y narcóticos. No es gratuita la grave situación del Catatumbo, inundado de coca desde que se aceptaron las imposiciones de sectores con evidente influencia de las Farc. Por lo tanto, no es del caso declararnos sorprendidos, cuando no se han atacado con decisión las causas.

Mi segunda observación tiene que ver con las infames y desproporcionadas acciones de Maduro contra nuestros compatriotas, mientras se declara con cinismo amigo de Colombia y su canciller, ¡en suelo colombiano!, afirma ante las cámaras, sin vergüenza alguna, que las agresiones son una mentira de los medios al pueblo colombiano y a la comunidad internacional. Frente a las evidencias, eso es un insulto a nuestros medios, una afrenta mayor a las víctimas de los delitos de lesa humanidad que allí se están cometiendo, y un irrespeto al país y a su canciller, que debió suspender en ese momento la declaración pública o revirar de alguna forma, pero, ¡increible!, se limitó a declarar que “de la línea de cooperación con Venezuela no nos va a sacar nadie”. ¿Cuál cooperación?

Y tercero, la increíble reacción oficial colombiana, que se hace patética en la declaración de la ministra Holguín en Cartagena. Nadie está pidiendo romper relaciones ni declarar guerras, como ya se empieza a estigmatizar a quienes exigen algo de firmeza. Tampoco se puede tildar de oportunistas ni condenar al silencio a los líderes políticos, solo porque estamos próximos a unas elecciones. Se impone la diplomacia, es cierto, pero no bilateral -la mal llamada “cooperación”-, porque además ya se cometieron delitos contra nuestros connacionales.

Es necesario acudir a la diplomacia multilateral y la justicia internacional. Unasur es una instancia de bolsillo de Caracas -el expresidente Gaviria pidió el retiro de Colombia ante el silencio cómplice de Samper- y la OEA no se recupera del bajo perfil de la era Insulza. Solo quedan la ONU como árbitro de un arreglo diplomático, y la Corte Penal Internacional para conocer las graves violaciones al Derecho Internacional Humanitario. Y por supuesto, queda en entredicho el papel de Venezuela como garante del proceso de paz. Diplomacia no es sinónimo de debilidad. No queremos un nuevo peor enemigo, pero debemos hacer distancia de un peligroso mejor amigo.

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