Los pobres, cada vez más pobres, del campo

La inequidad urbano-rural en contra del campesinado ha sido una marca vergonzosa en la historia de Colombia y de los países latinoamericanos.

Y en el caso colombiano esta brecha, en lugar de disminuir, se viene incrementando, con consecuencias desastrosas en la calidad de vida, en la manera de enfermarse y en la mortalidad de los habitantes del campo. Las cifras de diferentes fuentes no dejan campo para la duda.

La Misión para la Transformación del Campo confirmó hace poco que en la última década la brecha entre la pobreza urbana y la rural se ha aumentado. Mientras en el 2003 la tasa de pobreza rural era casis dos veces superior a la urbana, en el 2013 ya era 2.5 veces superior. Y peor con la pobreza extrema: es tres veces mayor en el campo (19.1 %) de la población, que en la ciudad (6 %), según el Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018. Por su parte, el DANE acaba de reafirmar y actualizar las cifras: casi la mitad de la población campesina (44.7 %) vive hoy en condiciones de pobreza, mientras la propiedad de la tierra continúa concentrándose cada vez más en menos manos.

Lo grave es que estos indicadores no se quedan en cifras, por escandalosas que sean, sino que se traducen en desigualdades crecientes y alarmantes en vacunación, agua potable, alcantarillados, desnutrición, mortalidad infantil, mortalidad materna y muchas otras expresiones cotidianas de injusticia y exclusión.

Lo más elemental para la sobrevivencia humana es el agua limpia. La cobertura de acueducto, según el anterior Plan de Desarrollo, era de 97.6 % en el área urbana y de 72 % en el área rural. Algo similar pasaba con el servicio de alcantarillado: 92.9 % a nivel urbano y solo 69.6 % a nivel rural. Un informe del PNUD de este año llama la atención sobre la persistencia de la brecha rural/urbana en las tasas de mortalidad de niños menores tanto de cinco como de un año. La de menores de cinco años en La Guajira, por ejemplo, es de 45 por 1.000 nacidos vivos, solo 10 puntos porcentuales por debajo de la de Ruanda. Y en vacunación, por más que se quiera dorar la píldora y haya algunos avances, la situación es dramática para la niñez campesina. El estudio conjunto que acaban de revelar la Procuraduría y UNICEF lo evidencia con el caso de la vacuna antituberculosa. Su cobertura apenas llega al 48.7 % en los municipios de Cundinamarca cuando se excluye a Bogotá, es también menor del 50 % en 11 de los 14 municipios de Risaralda, y apenas llega a las tres cuartas partes de los niños de Putumayo, Cauca y Caquetá.

Con semejantes brechas en contra, no del campo en abstracto sino de las/los campesinos en concreto, la paz se ve remota y el deseo de algunos de ingresar a la OCDE adquiere más visos de presunción impertinente que de avance realista. ¿Cuál paz sin agua potable en los campos, con niños muriendo de hambre, sed y enfermedades prevenibles en las veredas, y con unos pocos apropiándose cada vez más de las mejores tierras? ¿Para qué tratar de aparentar ser un país rico cuando la mitad de los campesinos siguen padeciendo la pobreza? Un ordenamiento equitativo, que incluya la equidad rural/urbana, es una precondición esencial para la paz. Pero si en lugar de avanzar retrocedemos, los deseables acuerdos de La Habana pueden caer en saco roto y producirse, en cambio, una nueva y amarga frustración para casi toda la población.

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