Maduro, narcoparamilitar

Quien patrocina a paramilitares y narcotraficantes es Maduro, y no los colombianos deportados.

Razón tuvo el representante Rodrigo Lara al decirle a Nicolás Maduro, ante la deportación por la Guardia Nacional venezolana de cientos de colombianos desvalidos a quienes el mandatario acusó de paramilitares y narcotraficantes, que “entre esos humildes no se encuentra el narcotráfico”. “El señor Maduro –agregó– debe buscar a los cabecillas del narcotráfico en su entorno inmediato”.

Ese niño que vimos en los noticieros, con un ajado colchón a sus espaldas mientras atravesaba a pie un río fronterizo, es la imagen que mejor desmiente a Maduro. Si ese niño es paramilitar, Maduro es Albert Einstein. Ese niño no anda en Hummer como decenas de chavistas enriquecidos por la corrupción de la bonanza petrolera, ni baila bajo una lluvia de dólares, como el hijo de Maduro cuando lo grabaron en una fiesta hace poco.

Como me hizo ver un lector, la actitud de Maduro y sus secuaces es nazi: no solo culpan de sus males a una nacionalidad, sino que marcan las paredes de sus casas con pintura para identificar las que deben derribar. Alguna similitud hay con la noche de los cristales rotos, que Hitler desató en noviembre de 1938 contra la comunidad judía. Es típico del nazi-fascismo culpar a un grupo de extranjeros por los males del país.

Y males es lo que hay. Hugo Chávez tuvo mejor suerte que su sucesor, pues le tocaron los días del barril de petróleo a 100 dólares (hoy está a 40), cuando alcanzaba para enriquecer a los consentidos del régimen y para regalarles plata a los pobres. Además, tenía un carisma y una habilidad que en Maduro no asoman. Pero el modelo económico de Chávez acabó con la economía. Persiguió al agro y a la industria hasta que la producción colapsó. Dejó que sus familiares y aliados robaran decenas de miles de millones de dólares. Y, para garantizar su apoyo, permitió que un grupo de poderosos militares se hiciera con el control del tráfico de cocaína de las Farc y de las ‘bacrim’ hacia Venezuela, y de allí a Europa.

La pobreza, que se redujo en los inicios de Chávez, se disparó y –según la Cepal– ya pasa de 32 %, un índice mayor que el de Colombia (30 %), que no es bajo. La inflación es la más alta del continente: el año pasado superaba el 68 % y hoy ronda el 120 %. Y escasean la carne, la leche, los huevos, la harina, el papel higiénico y decenas de productos básicos más. Con razón, en la más reciente encuesta del Ivad, solo 19,3 % dice que en las parlamentarias de diciembre votará por listas chavistas, mientras 57,9 % dice que lo hará por la oposición. De ahí el desespero del Gobierno.

La tasa de homicidios llegó el año pasado a 82 por cada 100.000 habitantes, el triple de los 27 de Colombia. En las ciudades proliferan bandas paramilitares que persiguen a los opositores. Y la vinculación de altos mandos con el narcotráfico es tal que, antes de cerrar la frontera e iniciar las deportaciones, la cancillería de Maduro quiso evitar que Colombia extraditara a Estados Unidos a dos narcos –Gersaín Viáfara y Óscar Giraldo Gómez– que pueden convertirse en testigos estrella contra Diosdado Cabello, el poderoso presidente de la Asamblea Nacional, y otros jerarcas metidos hasta el cuello en el tráfico de cocaína, según han revelado agencias del Gobierno de Obama a diarios europeos y estadounidenses.

Quien patrocina a paramilitares y narcotraficantes es Maduro, y nada tienen que ver con esta trama criminal los cientos de colombianos deportados. Eso hasta el flamante presidente de Unasur, Ernesto Samper, debería ser capaz de verlo. Pero no. Ni él ni los presidentes de la región, ni la OEA ni la ONU, han salido en defensa de estos humildes colombianos. La política exterior del presidente Juan Manuel Santos ha quedado expuesta. Maduro, el mejor amigo de Santos, ha tratado a Colombia como el peor enemigo.

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