Solidaridad frente a los desafueros

Nos duelen el eclipse de libertades y garantías civiles en la entrañable República fraterna y el éxodo de tantos compatriotas pobres, desposeídos de sus enseres y escasos bienes.

Pudo el presidente Juan Manuel Santos reclamar y recibir el apoyo de sus compatriotas en defensa de la dignidad y los derechos de los connacionales ultrajados por las autoridades de Venezuela y por ellas expulsados de su suelo en ignominiosos desafueros. Quizá pocas veces un mandatario de su jerarquía ha obtenido respaldo tan espontáneo y unánime en situaciones críticas.

En medio de las cuales hubo de sufrir, sin embargo, el revés imprevisto del fiasco de su intento de convocar a conferencia conjunta a los cancilleres de la OEA, sin las debidas precauciones. Pagó caro este fruto de su propia inadvertencia, pero se lo compensó el respaldo de los colombianos, quienes supieron hacer suyas las ofensas de palabra y de obra a sus connacionales, víctimas de tantos vejámenes.

Su error fue el de pensar que en los foros internacionales bastaba con la información fidedigna de los hechos para ensalzarlos o condenarlos lisa y llanamente. No había, ni hay tal. Otros matices e intereses entran en juego, según quedó demostrado. De esa realidad debemos en adelante partir para no caer en celadas semejantes. No basta con denunciar a voz en cuello las actuaciones delictuosas, ni siquiera con comprobarlas en las pantallas de televisión, a los ojos estupefactos de los espectadores. Siempre habrá explicaciones mañosas o disculpas cínicas para tales actitudes. Incluso para la sevicia de marcar y demoler las viviendas de los deportados o en trance de serlo.

Las mismas víctimas son calumniadas tras el rastro amarguísimo de su confusa, forzada y desordenada despedida, trátese de niños o ancianos enfermos o de mujeres en proceso de gestación. De paramilitares o contrabandistas se les motejará, con tal de descalificarlos y de desconceptuar su huida masiva. Quién iba pensar que este éxodo habría de llegar también a Barranquilla, de donde se nos emiten o remiten imágenes igualmente patéticas de su adversa suerte.

A la memoria vienen los tiempos en que soñábamos con revivir la utopía de la Gran Colombia, trocada luego en Grupo Subregional Andino. De hecho, la practicábamos a nivel universitario con dilectos compañeros venezolanos de estudio, Antonio Daza y Jorge Murillo, o con distinguidos exiliados de esa nacionalidad. América hispana, de Waldo Frank, era lectura predilecta en esa época de ilusiones y esperanzas.

Imagínese que Jóvito Villalba, quien habría de demostrar capacidad innata de liderazgo al regreso a su patria venezolana de origen, era director de un diario que, si bien en proceso de extinción, mantendría su llama democrática viva hasta el final. O que veíamos concretarse el sueño vago en realidades protuberantes, como lo fuera la Empresa Grancolombiana de Transporte Marítimo. Éramos conscientes de que el proceso de desarrollo iba a requerir la asociación de nuestras economías y, más todavía, extenderlas a varias de las naciones del sur.

Se trae a colación este antecedente de la propia vida para resaltar cómo nos duelen el eclipse de libertades y garantías civiles en la entrañable República fraterna y el éxodo de tantos compatriotas pobres, desposeídos de sus enseres y escasos bienes. Claro que nos afecta e indigna su éxodo forzado y desesperado y que respaldamos sus protestas, así como los esfuerzos de las autoridades colombianas por mitigar sus penalidades y solicitar de los foros competentes gestos efectivos de solidaridad y apoyo.

Menester parece rechazar con plena energía la versión de que desde aquí, con la complacencia tácita o expresa del presidente Juan Manuel Santos, pese a ser la nuestra nación de leyes, en ella se fragua el asesinato del presidente Maduro. Tan descabellada como es tamaña sospecha, hay que descartarla y condenarla. Ni más faltaba que a esta patria de libertades públicas y vocación legalista se le fuera a suponer nido de criminales.

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