La violada

Mis preocupaciones sobre el proceso de La Habana no se centran en el presidente, allá él, sino en sus impactos en la democracia y en las instituciones. Como todos los colombianos, menos los que se lucran con la guerra, quiero la paz. Y por mucho que me llamen fascista, ultraderecha, tiburón, buitre o perro, comparto la idea de que en principio resulta mejor una solución negociada. Pero esta no puede buscarse de cualquier manera y a cualquier costo. Debe hacerse en el marco del estado de derecho y con respeto pleno de la Constitución y la ley y no torciéndoles el pescuezo. Y eso es precisamente lo que hace el Gobierno.

Antes, Santos le daba una puñalada a la Carta Política y a las instituciones con la propuesta de reforma constitucional que busca crear el “congresito” y darle facultades extraordinarias al presidente para que haga lo que le venga en gana. Ahora Roy Barreras, viejo cargamaletas de Uribe y ahora sacamicas de Santos, es la marioneta gubernamental para proponer que las Farc tengan representantes en ese engendro usurpador, nombrados directamente por el presidente. A Barreras y al Gobierno no les basta con emascular al parlamento, con el aplauso servil de la mayoría de sus miembros, sino que además quieren que las Farc participen en la definición de la constitución y las leyes que, tras los acuerdos, nos quieren imponer. La finalidad paralela es clara: el Gobierno busca que los terroristas renuncien a la constituyente y a cambio les entrega en bandeja su participación directa, a dedo, sin elecciones, en el mecanismo espurio que acordaron en Cuba para la definición de la nueva carta política post Habana. La cosa es tan grotesca que incluso Claudia López, acérrima defensora del proceso, dijo que le parecía “un golazo y un mico indebido y abusivo, y por demás un mal mensaje para la paz, que lejos de ayudarla la debilita. Mientras no estemos seguros de que las Farc se desmovilicen, se desarmen y se reincorporen a la vida civil, se sometan a la justicia y les cumplan a las víctimas, es un error ponerse a ofrecerles curules para participación política”.

Y para que el Gobierno no diga que las críticas al proceso vienen solo desde este lado, Patrick Leahy, el más reconocido senador de la izquierda demócrata, sostuvo que “las Farc parecen creer que la privación de la libertad significa que estarían restringidos en una amplia área. Eso no sería aceptable” y agregó que “no puede haber una situación en donde tú puedes cometer crímenes de guerra, disculparse y no sufrir una privación real de la libertad”. Leahy y Vivanco y Amnistía Internacional, que han exigido verdaderas penas privativas de libertad para responsables de crímenes internacionales, ¿son los “nuevos terroristas”, como nos acusó Roy Barreras? ¿O solo “perros”, señor presidente?

Por otro lado, ¿no sería mejor que Santos le aclarara y convenciera al fiscal de que el tribunal especial que se quiere crear en Cuba no tendrá competencia para juzgar a expresidentes? Porque la experiencia nos indica que siempre, tras las apariencias, Montealegre y Santos están alineados. Valdría la pena también aclararle al Fiscal que es inaceptable y contrario a derecho que suspenda las investigaciones contra las Farc, como lo anunciara. Los pactos de La Habana no tienen ningún valor jurídico y no serán obligatorios hasta que no se hagan las reformas constitucionales y legales que sean necesarias. Por supuesto, esos pactos no son los “acuerdos humanitarios” de los que habla el Derecho Internacional Humanitario, como con desconcertante ignorancia y para justificarse se atrevió a sostenerlo Montealegre.

Después de La Habana, a la Constitución del 91 habrá que llamarla “la violada”.

Valiente y contundente el expresidente Pastrana. Su carta de renuncia a la comisión de paz es un compendio perfecto de las preocupaciones de la mayoría.

La alegría de Eliseo Restrepo se fue de este mundo. Su ejemplo de empresario con vocación social debería ser seguido por todos. A propósito, ¿qué espera el país para hacerle a José Alejo Cortés el homenaje nacional que se merece?

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