El palacio de las golosinas

Por supuesto que los gobernantes tienen el derecho y además el deber de atender con mínima cortesía a los visitantes. Un detalle no sobra. Es representativo de la hospitalidad de quien lo brinda. No creo que haya habido ningún mandatario que se haya abstenido de ofrecer al menos un buen tinto a quien llegue al Palacio de Nariño. Es la costumbre general, representativa del modo de ser de la inmensa mayoría de los colombianos, que, aún los más modestos, de acuerdo con sus reales disponibilidades reservan café, gaseosas, galletas y hasta el vinito dulzón de combate para ofrecerles en gesto de amistad a los recién llegados. Y nada que desacredite más a un anfitrión que no brindar ni agua en su propia casa.

Pero la amabilidad debe tener sus límites, más cuando se atraviesan tiempos que fuerzan la austeridad y obligan a dar el mejor ejemplo y demostrar coherencia, valga decir que si se exhorta a todos los conciudadanos a apretarse los cinturones y las correas, los primeros en hacerlo deban ser los que lanzan la invitación a ser moderados en los gastos. Disponer, al cabo de los meses y los años, que todos los funcionarios viajen en clase económica o de turismo cuando vuelen a otras regiones, es lo obvio, lo natural. Pero pocos días después llenar dos aviones con invitados a una fiesta en Washington comporta una contradicción que sorprende y desconcierta.

En las llamadas redes sociales abundan en estos días los comentarios, unos bien intencionados y otros cargados de una fastidiosa dosis de mala fe, sobre la falta de coherencia gubernamental en días en que está llamado a dar testimonio claro e inequívoco de austeridad. Lo de los dos aviones ha sido objeto de cantidades de notas en Facebook y Twitter. No son irrelevantes. De todos modos, así muchas resulten desabrochadas y hasta escritas con pésima ortografía, revelan estados de opinión, sentimientos de malestar de la gente, que aportan explicaciones sobre la baja popularidad presidencial en las encuestas.

Y las versiones sobre la compra de quince o cien millones de pesos (¿?) en almendras y chocolatinas con sello de la casa presidencial también nos intriga e indispone a los ciudadanos comunes. Lo primero que hace uno es asociar los dulces con la empalagosa mermelada, indicativa de la capacidad inmensa de negociación del Ejecutivo para asegurar el éxito de sus propuestas. Todo eso va a seguir deteriorando la imagen gubernamental, así algún asesor disparatado haya sentenciado que la ética es capricho de filósofos y otros menosprecien la moral pública y desdeñen la creciente capacidad sancionatoria de una sociedad cada vez menos tórpida e indiferente ante la ineficiencia oficial y el engolosinamiento del poder. Después no extrañen el veredicto de la historia.

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