Termina el fiscal Montealegre

Finaliza el mandato del fiscal Montealegre, pero es probable que sus tesis se sigan imponiendo. Así el país requiera un fiscal muy distinto, lo que el presidente necesita es uno que facilite su “paz”.

El 3 de marzo de 2012, semanas después de que el Consejo de Estado declarara nula la elección de la fiscal general Viviane Morales por vicios cometidos por la Corte Suprema de Justicia al elegirla, el presidente Juan Manuel Santos procedió a conformar una terna para elegir al nuevo titular.

La terna estaba conformada por dos abogadas especialistas en derecho privado (Mónica De Greiff y María Luisa Mesa), y por el penalista Eduardo Montealegre Lynett. Fue este el elegido por los entonces magistrados de la Corte Suprema de Justicia.

Montealegre presentó una hoja de vida con méritos y trayectoria suficiente para convencer no solo a los magistrados sino a buena parte de la opinión pública, de su idoneidad para ejercer uno de los cargos con mayores responsabilidades públicas del país.

Algunos recordaron que él hizo parte de una comisión de juristas que conformó el entonces presidente Álvaro Uribe con el fin de denunciar ante la Corte Penal Internacional al presidente venezolano, Hugo Chávez, por favorecimiento de actividades terroristas y auxiliar a las Farc.

Muy pronto el país fue testigo del giro del fiscal Montealegre, que una vez al frente de su despacho asumió como propia la misión de ser el gestor, cuando no el inspirador e impulsor, del proceso de negociaciones de paz con las Farc. El funcionario dejó claro, con palabras y con hechos, que al estilo de Rebelión en la Granja, de George Orwell, “todos son iguales ante la ley, pero unos son más iguales que otros”.

En cuanto a beneficios legales, criterios de favorabilidad, aplicación selectiva de normas, el fiscal general iba mucho más allá de lo que los propios negociadores del Gobierno en La Habana eran capaces de ofrecer. La “piñata de impunidad” en que terminó convertido el acuerdo de justicia transicional con las Farc (el calificativo es de Human Rights Watch) quizás no habría llegado a los extremos de laxitud concedidos por los negociadores gubernamentales, si no hubiese existido el plácet previo de quien constitucionalmente está investido de la misión de perseguir los delitos y llevar ante los jueces a sus responsables.

Decía el fiscal Montealegre en entrevista de febrero de 2013, que “hay fiscales que se sienten emperadores y creen que sus casos son intocables y que todo lo están haciendo bien. Esa mentalidad y esa prepotencia tenemos que cambiarla en la Fiscalía” (Revista Bocas, edición 16).

Ni cambió esa mentalidad ni logró que la confianza en la justicia creciera. La politización fue evidente, así como la selectividad en la persecución. El fiscal general se complació en desafiar y en hacer alardes de poder. Sus contratos con la firma de Natalia Springer no son anécdotas. Son patrones de una forma de gestión y uso de recursos públicos que no tuvieron quién los juzgara.

No es el primer fiscal general que pierde el rumbo al asumir los poderes omnímodos del cargo. Ni el primero que es incapaz de conservar la cordura ante el protagonismo y la tentación de ser estrella mediática. Pero sí es el que más allá ha ido en excesos e injusticias.

Lo peor es que nada hace presagiar que esto vaya a mejorar. El presidente de la República deberá presentar pronto -esta semana, si se digna cumplir la ley- una terna para elegir nuevo fiscal, y lo único que en lo personal no necesita es alguien que se aparte del guion del saliente Montealegre. Y como ya hizo carrera la tesis de que “el derecho no puede ser obstáculo para la paz”, el país debería saber a qué atenerse.

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