Una oculta analogía

Salvar la ciudad era su destino. Y era necesario que algunas personas se sacrificaran por la comunidad. Así que él estaba predestinado a hacer el trabajo sucio solo.

Llámenlo como quieran. Manlin está bien, si les parece.

Manlin era un muchacho de Frisco muy parecido a muchos muchachos de Frisco. Estudiaba cosas en sus tiempos libres y desempeñaba trabajos ocasionales aquí y allá, en un bar, en una bomba de gasolina, o como taxista supernumerario. Cuando no tenía qué hacer paseaba frente al mar o se estaba quieto en las bancas de los parques pensando cosas o leyendo libros de bolsillo que a veces encontraba en la basura.

Le gustaba la lectura: la ciencia, la historia, las novelas. Por una supervivencia del narcisismo propio de un muchacho que había sido querido más de la cuenta por los suyos (o no querido en absoluto), a veces relacionaba su propia historia con la historia de la ciudad, que conocía: la llegada de los primeros habitantes en los tiempos del auge del oro, los terremotos, los incendios.

Si les parece, digan que fue un jueves de marzo. Pero bien pudo ser un viernes de octubre o cualquier otro día, en enero. Había estado leyendo un librito sobre los descubrimientos de Einstein que compró por centavos a un viejo librero de viejo, y de pronto, como sucede en algunos cerebros débiles o tomados por una fiebre repentina, se le cruzaron los cables en la cabeza, y Manlin, dejemos que se siga llamando de ese modo, comenzó a relacionar el día del nacimiento del sabio alemán con la fecha de su cumpleaños y con la del último terremoto que había desolado la ciudad hasta sus cimientos. Algo que podría llamarse claridad, pero también confusión, lo hizo temblar y sintió un corrientazo en los huesos. Lo más probable, se dijo, haciendo cábalas numerológicas, era que San Francisco sufriera otra catástrofe que lanzaría al océano para siempre esa ciudad adorable hecha pedazos, convertida en un mustio montón de vidrios rotos.

Otro habría pensado en una insinuación diabólica. En cambio, Manlin se sintió sobrecogido por la conciencia de una misión. Salvar la ciudad era su destino. Y estaba obligado a ser valiente y asumirlo como un héroe. Y cómo sería. Juntando nueves y ochos y recombinando abriles de distintos ciclos anuales y las fechas del cumpleaños de Einstein y la del último sismo con el suyo propio le resultó claro como el agua que a veces baja de las heladas montañas que describe en alguna parte Jack Kerouac. Era necesario que algunas personas se sacrificaran por la comunidad. Pero la gente es demasiado egoísta para asumir las tareas esenciales. Así que él estaba predestinado a hacer el trabajo sucio solo.

Y Manlin se entregó a realizar por su cuenta el holocausto necesario. Y comenzó a matar, uno sí, otro no, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, uno sí, seis no, uno no, tres sí, desgraciados que se le cruzaban en el parque o en un callejón cerca del muelle o en la salida hacia el Golden Gate y la luz impecable de Sauzalito. Y muchas personas comenzaron a desaparecer en Frisco.

A veces dudaba de su misión redentora. Pero por algún motivo a veces también los transeúntes fatales, por un enigma telepático, se comunicaban con su conciencia más honda por medio de vibraciones y se ofrecían como corderos y le pedían que los convirtiera en víctimas propiciatorias. Lo que contaba era la salvación de la ciudad amenazada. O eso le explicó Manlin a la policía después.

Porque, claro, la policía norteamericana, que a veces funciona mejor que la nuestra, le echó mano. Y como sucede en los países más serios que el nuestro, los fiscales y los jueces no le propusieron que fuera al Senado, un canal de televisión, ni el derecho a hacer la pedagogía que le explicara al mundo la marrulla de sus racionalizaciones absurdas. Y lo puso en un hospital para enfermos mentales hasta hoy.

Pero no sé por qué les estoy contando esto. Tal vez también a mí se me están traslapando unas historias sobre las otras.

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